—Mido 1,78. Soy todo viveza, menos en los pies. Le doy seis puntos a mi cara, de seis para abajo; tengo diez puntos en picardía; dos puntos en inteligencia; diez puntos en viveza. Ahora, si se suma picardía, inteligencia y viveza, son 22 puntos y esa es la gracia, juntar las tres. Si no las juntas sos un gil.

Así se definía Ringo, a quien casi todos los especialistas argentinos de boxeo consideran, junto con Luis Ángel Firpo, el más importante peso pesado que tuvo el boxeo nacional. Los análisis coinciden en detenerse a fines de 1971, en la célebre pelea con Alí, aunque Bonavena haya seguido combatiendo hasta poco antes de su asesinato en 1976. El resto de su desempeño, en términos boxísticos, apenas merece ser tenido en cuenta. Oigamos el coro de voces que lo recuerda:

—Ringo fue un extraordinario fenómeno de la naturaleza —dice el periodista Ulises Barrera—. Dentro de los pesos pesados, realizó la campaña más importante que pudo haber hecho un boxeador argentino, descontando las distancias y la época que lo separaba de Firpo.

—Fue el más importante —refexiona Julio Ernesto Vila—, el que tuvo victorias más importantes en Estados Unidos. Su mejor momento fue cuando tiró dos veces a Frazier. Fue el de más fuerza y el de más calidad. Históricamente está en la misma línea que Firpo. Para mí Ringo fue el mejor peso pesado argentino de todos los tiempos.

Carlos Irusta, histórica firma de boxeo de El Gráfico, cree que si Bonavena hubiese surgido a comienzos de los años ’80, antes de Mike Tyson, habría sido campeón mundial:

—Pero aquella fue una época inaccesible para él. Había demasiadas buenas figuras. Creo que su gran error boxístico fue pasarse de listo. Era un blanco con apellido italiano: un gran negocio. Pero él no se quedó en Estados Unidos. Iba y venía. Y allá no le hubiera convenido a nadie que ganara el título y se viniera para la Argentina. Era un zurdo escondido, con una izquierda no explosiva, pero sí muy potente. Era lento por su problema de los pies planos, pero no muy torpe. Jamás le lograron contar hasta diez.

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El ambiente boxístico coincide en que los pies planos de Ringo, que no le permitían afirmarse correctamente para pegar golpes secos, significaban una enorme ventaja para sus rivales. Aquellos famosos voleos que Bonavena se veía obligado a lanzar desde ángulos muy difíciles fueron la causa de que su mano izquierda, al golpear incorrectamente, se deformara hasta quedar casi destrozada, lo que adelantó su ocaso.

—De todos los rivales que enfrenté, en la cantidad de peleas que hice, las piñas más fuertes que recibí fueron las de Oscar —recuerda Gorosito, sparring de Bonavena entre 1966 y 1970—. Fueron cuatro las veces exactas que sentí esa mano, como si fuera una explosión, en mi cara. Pensá que él tenía pies planos, que peleaba con una sola mano y encima mal entrenado y mirá todo lo que hizo.

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Las bravuconadas y los excesos de Ringo son inseparables de su técnica pugilística. Suele interpretárselos como una inyección de fuerzas que Bonavena mismo se daba para superar así el miedo de subir al ring. «Siempre nos quedaron dudas sobre su verdadera vocación», escribió Cherquis Bialo. Dudas que se acentuaban al ver a Ringo gozar en su rol de showman, y hablar de «negocios» cada vez que debía subir al ring.

Si bien el coraje de Bonavena no puede ser puesto en duda, cabe preguntarse hasta qué punto mantenía la sangre fría. Algunos especialistas apuntan hacia el combate Bonavena-Alí como ejemplo de que Ringo solía perder la cabeza: «Se descontroló cuando vio que lo tenía en el noveno round». Otros recuerdan el nerviosismo exacerbado de Bonavena antes de pelear con Ellis. O las lágrimas de alivio en su rostro cuando recién en el cuarto round pudo dominar un combate que había comenzado difícil, ante Zora Folley en el Luna Park. ¿Y qué decir del insólito mordiscón a Lee Carr en los Panamericanos de San Pablo? Uno de los especialistas concluyó:

—En Ringo había una dualidad. Él, después de cada combate de esos que perdió, decía siempre la misma frase. «Perdí, pero me jugué, eh». Pero lo cierto es que la mayoría de las veces se jugaba al pedo, descontrolado y abriendo todos los flancos para que le pegaran aún más.

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Tan difícil de capturar como el Ringo boxeador resulta el ciudadano Bonavena. ¿Se puede confiar en sus definiciones cuando solía decir cosas como las que siguen?:

—La verdad es que miento mucho. Pero por diversión.

—Afuera, en la calle, soy un negocio que camina. Tengo que ser como soy, porque la gente me quiere así.

—Yo soy el macho argentino, pero además lo represento en todo sentido, en habilidad, picardía y fuerza.

—A mi mujer le di todo lo que tiene que dar un hombre, a cualquier hora y bien, como se debe, no como los pollitos o los conejos. Pipi y chau. No, yo no, bien dado.

—¿Dónde van a encontrar un playboy como yo? Vuelvo locas a las minas, sé hacer de todo, tengo guita y encima la sé gastar. Soy un supermacho. Yo me tiro desde arriba del ropero, rompo la cama y la mesita de luz cuando estoy con una nami.

—A veces la mujer necesita un poco de rigor. Si te hace algo y no le demostrás la bronca, te lo hace dos veces. A veces una agarrada de los pelos viene bien, un decirle ‘mira que te mato’ mientras se la zamarrea.

—No me gustan las mujeres modernas. O la casa o la vida. Las dos cosas juntas no se pueden hacer. Mi mujer ideal es la que cuida la casa, tiene hijos y satisface a su marido.

—A mí me gusta la mujer medio degeneradita. Bueno, medio degeneradita conmigo. No con los demás. ¿Sabes cuáles son las más degeneraditas? Las intelectuales, y lo digo por experiencia. Tal vez porque estudian mucho se les degenera la mente.

—La mujer es más astuta, pero el hombre inventó todo. Nómbrame una cosa que haya inventado la mujer.

—¿Cómo será eso de tener un conflicto con uno mismo?

—Los otros días me pasó una cosa tan curiosa que da una idea de cómo han cambiado los tiempos. Resulta que fui a ver a mis hijos a la casa de mi mujer y después de comer lo mando al nene a buscar cigarrillos y el mocoso me contesta: ‘Aquí vos no mandás porque no estás nunca’. Yo me quedé helado. ‘Así que yo no mando’, le dije, y lo agarré del cogote. Lo llevé hasta el placard del dormitorio y, mientras lo tenía en el aire, con la derecha le tiré toda la ropa al suelo. Después, me fui a la heladera y le saqué todas las cosas que le gustan a él. Repetí la operación con todas las cosas que tiene. Al final, le dije: ‘¿Ves? Todo esto es mío. Yo te lo traje, yo te lo compré. Así que una de dos: o me vas a comprar los cigarrillos o te lo tiro todo’. Enseguida entendió que mandaba yo. «