La noche de su homenaje en la Bombonera, Juan Román Riquelme señaló a Carlos Bianchi como el hombre que construyó la obsesión. “Usted -le dijo- es el culpable de que todos los bosteros nos pensemos que ganar la Copa Libertadores es muy fácil”. Bianchi la ganó como técnico en 2000 y 2001, finales contra Palmeiras y Cruz Azul. En la cancha estaba Riquelme, igual que contra el Real Madrid en Tokio para la Copa Intercontinental. Esa faena con pisadas y gambetas que sacudió la madrugada argentina estructuró al ídolo, lo hizo invencible.

Riquelme marcó la época, dejó imágenes imborrables como las que se sucedieron en los partidos con Palmeiras, la final del 2000 y la semifinal del 2001 en la que el mago mostró todos los trucos, incluso un gol. Esa demostración lo hizo hasta popular en Brasil. Su apellido se convirtió en el nombre de los niños que nacían. Miles de varones fueron bautizamos como Riquelme o Rikelmi en la tierra de los Romario y los Ronaldo. Según el censo de 2010, desde el inicio de esa década la elección de Riquelme creció un 6894% y la de Rikelmi aumentó un 10.057%.

Uno de ellos es Rikelmi Valentim dos Santos, actual delantero del RWDM de Bélgica. Su padre era admirador de Román, lo fue a ver en cada partido de Boca en Brasil. Lo disfrutó contra Palmeiras, en junio de 2001, y unos meses después, en agosto, nació Rikelmi.

Ese vínculo de Riquelme con la Copa Libertadores se revitalizó años después, en 2007, el regreso del ídolo al club. Volvió para ganarla. Miguel Ángel Russo fue el entrenador de ese equipo. Pero el póster de ese triunfo es el de Riquelme con un gorro azul y oro abrazado a la copa. El tótem pasó a la categoría de leyenda, se hizo indestructible. De ahí en más sería la estampita con su cara a la que había que pedirle la próxima, la séptima. 

La oportunidad pudo ser en 2012, también con él como jugador. Esa vez, derrota con Corinthians, quedó enmarcada con el anuncio de Riquelme de que dejaba el club. El presidente era Daniel Angelici, el mismo que como tesorero se había opuesto a su renovación. Una pulseada que llegaría lejos, que se extendería hasta el terreno de la política. Vendría la Copa Libertadores de 2018, la final con River en Madrid, y un año después la caída del macrismo gracias a su intervención política.

Esta final de Copa Libertadores llegó con Riquelme como dirigente, como conductor de un movimiento. En las playas de Río de Janeiro, invadidas por hinchas bosteros, se cantó contra Mauricio Macri, se chifló a otros candidatos a las próximas elecciones, y se vivó a Riquelme. A la hora del banderazo, Andrés Ibarra, el candidato de Macri, hablaba con LN+ desde Ipanema.

Eso fue antes del partido, sin importar qué pasaría en el Maracaná, lo que confirmó algo que sus propios opositores confiesan en conversaciones privadas: “Contra Román es imposible”. ¿Cómo se compite en las urnas contra un ídolo que es hincha y que además sabe cómo interpretar a esa masa? “El presidente más bostero”, me dice un colega desde Río de Janeiro. Y ser bostero es entender algo más, es cavar algo más del alma futbolera del hincha de Boca. No es sólo ser de Boca, es ser bostero.

“Riquelme es protección. El hincha en la cancha se sentía protegido porque era un tipo que sabía utilizar entre todos los dones el mejor, que es el de la paciencia”, me dice el escritor Juan José Becerra, que viajó a la final junto a su hijo. Es la misma paciencia del Riquelme dirigente. El que le hizo un lugar a Sergio “Chiquito” Romero cuando estaba lesionado y tenía que operarse, y entonces terminó en las series de octavos, cuartos y semifinales de la Copa Libertadores. También el que llamó una y otra vez a Edinson Cavani para que finalmente llegara a Boca.

La derrota con Fluminense en el Maracaná impacta fuerte porque la presencia de Riquelme, aunque como dirigente, le daba también ese cinturón de protección al hincha, la sensación de que ahora sí sería posible. Una mística bostera también construida en las fases eliminatorias ganadas a fuerza de penales pero también marcando superioridad sobre los rivales.

Pero sobre la cancha había otro partido en juego, la disputa política, la rosca interna, incluso también la nacional. Un triunfo de Boca (de Riquelme) era la derrota invariable del macrismo en el club. Y algo que también cruzaba esas fronteras, que se ampliaba al país. Fueron lecturas de estas horas, a veces exageradas y no tanto. Pero hasta un periodista intentó hacer un juego comparativo entre Riquelme y Sergio Massa, ambos amigos, sosteniendo que era el vicepresidente de Boca el que financiaba los viajes de hinchas. Tuvo que pedir disculpas ante tanta gente que hizo todo tipo de esfuerzos para viajar a Río de Janeiro aunque no tuvieran entradas. La cuestión era estar cerca, una cuestión de fidelidad.

La derrota, aunque sea dura, no va a limar el vínculo de Riquelme con los hinchas. Hasta acá también llegaron por esa gestión. Con jugadores del club y una acumulación títulos locales. Lo que comienza ahora es otra historia, una nueva búsqueda de esa obsesión que parece comérselo todo.