Cuando Charly declaró en una entrevista que “los Beatles inventaron la juventud” no se equivocaba: daba en el clavo con una apreciación que, más allá de la mera cronología, apuntaba a un mundo propio de jóvenes enamorados de la imaginación, la creatividad y los sueños de la infancia como utopía de vida.

Algo de lo que Paul McCartney fue, claro está, santo y seña: en sus inicios, actualizando la trama del amor adolescente propia del rock and roll a un lenguaje más dúctil, menos sexista y musicalmente más amplio: Here, There and Everywhere. Luego, en la apoteosis de la psicodelia y el pop-rock progresivo, mediante el vislumbre de una existencia plena, de una vastísima educación sensorial, que cifraba la memoria social de la música en un repertorio de los más extraordinarios del siglo XX.  

Macca cumple 80 años este 18 de junio y ante el acontecimiento solo podemos observar con asombro las cualidades de un hombre que nos ha templado la vida cotidiana, al punto de hacerla más amable, más querible y alegre a pesar del dolor y el sufrimiento. Milagrosa condición de sus canciones, de su enormidad expresiva y conceptual: aun en pasajes donde impera la melancolía, For No One, She’s Leaving Home o Waterfalls se alzan como un receptivo bálsamo frente a la adversidad.   

El padre de Paul, James McCartney, fue trabajador industrial e inspector estatal, y un músico bastante destacado; su madre, Mary Mohin, la “Mother Mary” de Let it Be, era enfermera. Una familia humilde, pero amparada por el sólido sistema de protección social que instauró el laborismo británico en la posguerra, tal como se aprecia en el documental El espíritu del 45 (2013), de Ken Loach. Tanto Beatles como Stones, Pink Floyd, The Kinks, The Who, Led Zeppelin, Genesis o King Crimson nacieron a la luz de las academias y escuelas superiores de arte del Estado, que tras el Coldstream Report de 1960 transformaron la cultura de toda una generación.

En lo que toca a su relieve internacional, el imaginario beatle que forjó junto a John, George y Ringo no solo expandió el poder y la influencia del pop británico por todo el mundo. Sino que estimuló sobremanera, como quizá no ocurra jamás, la imaginación creadora de compositores de toda procedencia, inspirando analogías a la hibridación que el propio Paul accionó de manera progresiva entre el rock and roll («Mabye I’m Amazed»), el folk blues («Blackbird»), el jazz («When I’m 64»), la música de cámara («Eleanor Rigby») o el vodevil inglés («Martha My Dear»). Nuestro país no fue la excepción: tanto Nebbia como Spinetta y García nacieron a la música como compositores tras descubrir a los cuatro de Liverpool.

Foto: Dimitrios Kambouris / Getty / AFP

El legado beatle de Paul es tan luminoso que ha resultado algo difícil valorar con  objetividad su etapa solista, algo eclipsada por un avasallante y mediático Lennon. No obstante, desde Please Please Me (1963) hasta el reciente McCartney III (2020) su fidelidad a un modo de ser en la música ha permanecido intacta. Hay quienes han asumido la creación como una pasión pasajera, instrumental, desde una imposible complacencia permanente. Otros han sido, durante toda su vida, sus devotos. Entre ellos brilla y seguirá brillando Paul McCartney. En su día, celebremos la hermandad que nos siguen legando sus canciones, su inmediata comunicación con lo mejor del espíritu humano.