En el origen está la sangre de dragón. Es viernes 29 de septiembre de 1905. Ladislao (Lázlo) Biro cumple 6 años, en su Budapest natal. El otoño en Hungría se despereza, el frío se siente. Pero el sol todo lo puede. A pesar de su cuerpo delgado y pequeño que arrastra desde que nació prematuro con poco más de un kilo, luce entusiasta. Acaba de recibir de regalo una tricota con una ancha franja roja. “Está teñida con sangre de dragón –pensó al verla–, con ella seré invulnerable”. Sabía que estaba destinado para cosas grandes.

“Esa tarde puse a prueba sus poderes: caminaba por la calle cuando vi venir a un ciclista en sentido contrario. Aguardé a que estuviera a unos pasos y lo embestí de frente. El choque fue violento; él rodó por tierra y yo volé a un costado. Al levantarme apenas tenía algunas magulladuras, ninguna herida importante. ‘No hay duda posible’ –me persuadí– ‘soy invulnerable’. Parecerá extraño, pero la sangre de dragón influyó decisivamente en mi destino”, relató años después en su casa de Belgrano, en Buenos Aires.

“Siempre desde entonces conserve una ciega confianza en mi destino. Suceda lo que suceda, no me desanimo. Tal vez porque todavía siento que llevo mi tricota con sangre de dragón”, acotó.

Ladislao tiene 37 años. Trabaja como periodista independiente en Yugoslavia. Es el principio de 1939, y en poco tiempo el nazismo empezará a perseguirlo. Comparte hotel con Agustín P. Justo, que lo ve escribir en una hoja con un primitivo prototipo de bolígrafo, sobre el que venía trabajando desde el año anterior, Cansado de mancharse con su lapicera Pelikan. Por eso buscaba confeccionar un bolígrafo y lograr que el papel absorbiera la tinta al instante.

Eduardo Fernández, director de la Escuela Argentina de Inventores, cuenta que ese producto “aún era muy defectuoso, y sólo funcionaba ocasionalmente. Esta idea de un nuevo instrumento de escritura, basado en una bolilla, le había surgido a Biro, cuando viendo con frecuencia cómo funcionaban las grandes rotativas del diario para el cual trabajaba, se preguntaba recurrentemente, cómo podría hacer un instrumento que se basara en los principios de una máquina impresora, pero de forma más simple, reducida y eficiente; este razonamiento lo llevaría con el correr de los años, y de una enorme cantidad de pruebas, errores y mejoras continuas, al desarrollo definitivo del revolucionario bolígrafo”.

Pero dejaba traslucir su principal objetivo: no se manchaba con tinta al escribir. Juan P. Justo, que además de militar era ingeniero, le dejó su tarjeta personal y lo invitó a que fuera a la Argentina a fabricar su invento. Que allí habría un grupo de inversores esperándolo. Ladislao pensó que era un empresario. El conserje le reveló: “Es el presidente de Argentina”. Al año siguiente, en medio de la persecución nazi, fue a la embajada en París, retiró la visa y logró llegar a nuestro país.

Efectivamente, al arribar lo esperaba Justo junto a un grupo de inversores ingleses y húngaros. Rápidamente instaló su taller en la calle Fray Justo Santa María de Oro 3050, en Palermo, pionera mundial en su rubro. Pero en ese entonces aún no podía hacerlo funcionar de la mejor manera, más allá de que en 1941 ya lo había patentado.

Es 1942. Ofuscado por la falta de avance concreto, se va de vacaciones al noroeste argentino con su amigo y socio que llegó de Hungría con él, Juan Jorge Meyne. Tomando un café en el almacén de ramos generales de Tafí Viejo, en Tucumán, le llegó la idea final: un tubo capilar libre, sin resortes ni pistones. Así logró crear el correcto funcionamiento. En julio de 1942 patentó el bolígrafo. Pero todos lo conocen por la conjunción de su apellido y el de su socio: Birome.

biro

“El desarrollo del bolígrafo es el resultado de haber podido superar una larga cadena de fracasos –declaró años después–. Peros esos reveses nunca me desmoralizaron, los tomé simplemente como lo que eran: un modo de conocer más a fondo cada problema, y acercarme un paso más a su solución”.

Argentino y mundial

“La birome es un invento netamente argentino», remarca Fernández sobre el producto que terminó con más de 120 patentes y que logró lo que pocas invenciones pudieron: que el nombre se convierta en el producto, como Paty o Gillette.

Una vez concretado el objeto, crean la “Compañía Sudamericana Biró–Meyne–Biro”, para la producción industrial de su invento, el primer bolígrafo del mundo. Más tarde se llamó Eterpen. En 1942-1943 comenzaron a fabricarla y venderla en la Argentina. Habían diseñado en tinta azul, luego se le sumó la negra, y más tarde la de color rojo. Pero el objetivo era popularizarlo en el mundo.

En la Segunda Guerra, conoce al banquero inglés Henry Martin que consigue un pedido de 150.000 bolígrafos para la Real Fuerza Aérea. En 1944 viaja a Estados Unidos para negociar con la empresa Eversharp Faber la compra de la patente por 2.000.000 de dólares, “lo que lo convertiría en el primer tecno-emprendedor del hemisferio Sur, en alcanzar el éxito a escala global”, acota Fernández.

En la década del ’50 le vende la licencia para fabricarla en Europa al barón francés Marcel Bich. Históricamente se lo conocería como Bic, tomando las primeras tres letras del apellido galo.

Ladislao vendería otras 30 licencias, y solo se quedaría con la producción en Sudamérica. En los ’60 la empresa quiebra, y aparece Sylvapen, que entabla la fábrica en Garín, e incorpora a Biro como socio accionista y director técnico. Entre esa década y los ’70, el éxito sería total. La gran clave la definían sus compradores: la simpleza.

Hoy ya casi no se fabrica en la Argentina. La mayor parte ocurre en China, donde llevan producidas unas 38.000 millones de biromes a la mitad del valor que cuesta en la India. La competencia se hace imposible. Los tiempos han cambiado.

“Durante toda mi vida, nada me ha parecido más incierto que la palabra futuro, pero siempre tuve mis planes para alcanzarlo”, afirmó en sus últimos años. Biro murió el jueves 24 de octubre de 1985. A lo largo de sus 86 años, generó más de 300 patentes a nivel mundial. Además del bolígrafo, Fernández menciona: el sistema de cierre retráctil para bolígrafos, la tinta para bolígrafos, la primera boquilla para cigarrillos con carbón activado, la caja de velocidades automática para automóviles, una cerradura inviolable, el perfumero a bolilla, el primer lavarropas automático, el principio de sustentación magnética para trenes, y un sistema para el enriquecimiento del uranio.

“Mi especialidad es no especializarme en nada”, llegó a declarar quien fuera luchador, mal alumno, boxeador, pendenciero juvenil, soldado rebelde, participante de la “Revolución de las Rosas de Otoño” (en la Budapest de 1918), vagabundo, pintor, escultor, periodista, agente secreto del gobierno francés, estudioso de las hormigas y de las abejas, hipnotizador, despachante de aduana, lector voraz, casanova irrenunciable, corredor de automóviles, fumador empedernido, amante del café, optimista tenaz, abstemio, filósofo aficionado, agnóstico compasivo, agente de seguros, crítico de arte, efímero estudiante de medicina, fugitivo de los nazis, empresario, pero por sobre todo, un inventor profesional de tiempo completo.

“Biro fue el primer inventor profesional en la Argentina y en el hemisferio Sur, su éxito internacional le otorgó gran prestigio a la Argentina, y aún hoy es un gran ejemplo y estímulo para las nuevas generaciones de inventores argentinos«, lo define Fernández.

Fue húngaro de nacimiento, argentino por adopción, pero siempre miró al mundo como una unidad. Por eso alguna vez confió: “Yo creo que a pesar del avasallador avance de la técnica, que ha sobrepasado catastróficamente la evolución del propio ser humano, llegaremos tarde o temprano a la solución definitiva, la única posibilidad racional: un gobierno internacional, elegido entre los hombres más sabios del planeta, científicos, técnicos y filósofos, sometidos previamente a un riguroso examen psicológico. ¿Utopía? No lo creo. Los programas espaciales con cooperación internacional, implican los primeros pasos en esa dirección”.