En la larga marcha de los colectivos de la diversidad sexual, la figura de Diana Sacayán ha sido un particular catalizador, de todas las luchas en vida y, después de asesinada, de conquistas ya obtenidas o aún en ciernes. En junio de este año, el fallo que declaró que la muerte violenta de Diana constituyó un travesticidio fue histórico. La figura legal no existe aún, pero fue pronunciada durante la lectura del veredicto por el presidente del Tribunal Oral en lo Criminal N° 4, en el macizo edificio de los Tribunales que alberga a la Corte Suprema. Por primera vez en la región, la Justicia condenó el crimen de una travesti por odio a la identidad de género.

La condena a Gabriel David Marino “a prisión perpetua por homicidio agravado por violencia de género y odio a la identidad de género” fue una sensible victoria jurídica de la comunidad travesti, fruto del trabajo conjunto de sus organizaciones, de la abogada querellante Luciana Sánchez, la Unidad Fiscal Especializada de Violencia contra las Mujeres (UFEM) –cuya misión de actuar en materia de prevención, sanción y erradicación de la violencia de género incluye al colectivo LGBTI–, la Dirección de Orientación, Acompañamiento y Protección a Víctimas (DOVIC, otra oficina del Ministerio Público Fiscal) y el Inadi. La sentencia dejó claro que uno de los motivos del homicida fue la identidad travesti de Diana y su condición de defensora de Derechos Humanos aplicándose los incisos 4° (crimen de odio por identidad de género) y 11° (violencia de género) del artículo 80 del Código Penal.

Amancay Diana Sacayán tenía 16 hermanos. Uno de ellos es Sasha, varón trans –entrevistado en las páginas 6-9 de esta revista–, su continuador en el Movimiento Antidiscriminatorio de Liberación y uno de los mayores impulsores de la causa, declaró aquel 18 de junio a la Agencia Presentes, todavía en medio de los gritos en Plaza Lavalle, que “aunque Diana no está físicamente, está en este hecho. Creo que es el mejor homenaje que podemos hacerle a ella y a todas aquellas que fueron víctimas de travesticidios y sobre las que la Justicia nunca se ha pronunciado”.

Inmediatamante después de la sentencia, las rejas de Tribunales se poblaron con las imágenes de otras travestis asesinadas que todavía no tuvieron justicia. La de Cinthia Moreira, de 26 años, tucumana de Banda del Río Salí, cuyo cadáver apareció en Villa Alem, en el fondo de una casa, irreconocible, el 18 de abril pasado. La de Carolina Angulo Paredes, peruana de 34 años, asesinada de una balazo en el pecho en diciembre de 2017, en inmediaciones del Cruce Varela. La de Brandy Bardales Sangama, también peruana, de Iquitos, militante trans, fallecida en septiembre, apenas cuatro meses después de arribar a La Plata, en el hospital San Martín de la capital bonaerense, víctima de procedimientos policiales vejatorios. O la de Pamela Moreno, atropellada por un policía y abandonada a la vera de la ruta 34, en La Banda, Santiago del Estero, en diciembre de 2014.

Todos estos y muchos otros, crímenes de odio a los que la Justicia debe un fallo tan emblemático como el que sentenció el asesinato de Diana, que fue celebrado en su ausencia. Muerta, ella sigue siendo un pilar de esta lucha. A mediados de julio ingresó a la Cámara de Diputados, avalado por la firma de más de 40 diputadxs de seis bloques distintos, un proyecto impulsado por el Frente Nacional por la Ley Diana Sacayán que busca poner algún coto a esta violencia estructural, instituyendo el cupo laboral del uno por ciento de los puestos de la administración pública nacional para personas travestis, transexuales, transgéneros y masculinidades trans, como forma de inclusión y reparación para uno de los sectores más vulnerables de la sociedad. Su antecedente directo es la ley que impulsó Diana en la provincia de Buenos Aires desde 2010, que se aprobó en 2015 y fue replicada en distintos municipios a través de reglamentaciones similares, pero que a nivel provincial nunca fue reglamentada por la gobernadora Vidal.