Para mucha gente, posiblemente pueda resultar un tanto pacato. En los medios de comunicación en general –particularmente el que más me envuelve, el de la radio, pero también el de la gráfica–, había un territorio que era impenetrable, una barrera que no pasábamos: el de la grosería, el de las palabrotas porque sí, el mal gusto, la provocación. El odio. Esa barrera no se levantaba.

De verdad, nos costaba decir algo que pudiera ser una molestia, una falta de respeto. Es como en las reuniones sociales: uno puede zambullirse en los cuentos verdes, pero se debe tener mucha confianza con el grupo que lo rodea, con las personas que van a ser destinatarias de nuestro decir. Y entonces sí, cabe la risa. Pero es una falta de consideración, de respeto, cuando no existe esa confianza hacia esa gente que nos escucha. Solamente en el mundo del teatro uno puede sobrellevar ciertas cosas, porque ha ido a eso. Lo decidió de antemano, sabe por lo general a qué se expone, o con qué se va a divertir. No hay lugar para la sorpresa.

Ese mal gusto, esa provocación, es una manera de expresar ese odio que se pudo percibir en los cantitos desaforados de la muchachada de Franja Morada. Qué pena tan grande, tan jóvenes, tan viejos. El odio es viejo, es rancio, es amargo, es un rictus. Es una cara fea, arrugada con la boca en arco hacia arriba: las comisuras quedan muy abajo. Son caras de odio.

De a poco empezaron a pasar por debajo de esa barrera. Después la levantaron decididamente. El vómito radial, televisivo, y también gráfico, se fue haciendo común y corriente. La idea de que la estética es parte de la ética se destruyó, le bailaron un malambo encima. Y ahora siento que esa grosería nos raspa, nos tapa, se nos viene encima. Muchísimas mañanas, los comentarios de la gente, un taxista, un amigo, un compañero de vida, se refieren a las barbaridades que escucharon la noche anterior en la televisión, a los disparates de la radio. Porque no se marca el límite. En realidad, hasta molesta la poca ofensa que genera en quienes fueron los destinatarios de esa grosería: solo discuten si tiene razón o no el grosero. No hay objeción al estilo. Tiene o no tiene razón.

La dolorosa verdad es que la aprobación depende de la satisfacción de los instintos más bajos de cada cual. ¿Cómo no darnos cuenta de que apelan a lo peor de nosotros desde muchos medios de comunicación? ¿Cómo es que nos causa gracia tanta grosería, tanta estupidez? ¿Cómo es que pasan la barrera y no se los rechaza, sino que se los acepta, mira, escucha y hasta se los aplaude? Se cayeron todos los espejos, ya nadie se mira antes de decir cualquier cosa.

Es una sociedad drogada por el odio. Ciertas drogas atacan los mecanismos que impiden que digamos disparates o tengamos otros comportamientos. Hay neuronas que censuran nuestros discursos. Si no, estaríamos diciendo cualquier disparate tras otro, permanentemente. Esto es suspendido por ciertas drogas. Lo he leído en más de una ocasión de parte de gente entendida que lo explica mucho mejor, con un espíritu científico. Pero acá la droga que se consume permanentemente es la del odio. También ha tapado esas neuronas, acciona de la misma manera. Ese inhibidor de malas conductas, acciones, pensamientos, se está fomentando. No es azaroso sino sistemático. Y tiene su reflejo en el accionar de la sociedad, en cada ciudadano. No hay límite, todo vale. Están ganando esa batalla. También es la expresión cultural de los libertarios, de la derecha tradicional que trabaja para una sociedad más individualista ante cualquier proyecto colectivo, nacional y popular.

Causa un profundo dolor. Como también otros episodios con los que debemos convivir. Estas horas trascurren atravesadas por algunas discusiones y varias decepciones. Como, por caso, la soledad de la pelea contra la inflación del secretario Roberto Feletti, que pide ayuda y poco le dan: si fracasa en su denodada y crucial lucha, que quede muy claro que no es solo por su culpa, o quizás ni siquiera por algo de ella; le dice «hacete cargo» al ministerio de Economía, a quien corresponda, que en el gobierno todos se pongan el casco contra el sistema que nos atora, que nos estafa… O el voto argentino acompañando a EE UU contra Rusia en la ONU. Es por lo menos lamentable: no hay pruebas de nada. Como dice Atilio Borón, se puede parangonar con la «Doctrina Irurzun», porque la ONU suspende a un miembro como Rusia, sin la base de un informe fehaciente de un organismo reconocido: solo por rumores, noticias de la prensa, informaciones que aparecieron en redes sociales. México dio otra vez el ejemplo: cada vez le tengo más admiración a López Obrador. Se trataba de la abstención: era fácil, porque ni siquiera debías votar en contra de EE UU. Pero no votes a favor de ellos, que sabés perfectamente a qué están jugando. Y no hay ninguna prueba de la acusación sobre los rusos. El festejo de Clarín, en ese sentido, es tristísimo. El voto es una concesión lamentable a EE UU, al grupo mediático hegemónico, a todos los que quieren un mundo en el cual la mentira sea una prueba. ¿Qué pruebas tiene la Argentina sobre la guerra? Ninguna. Derechos Humanos en la guerra: ¿no vieron a esos soldados rusos fusilados, asesinados, por los integrantes del ejército ucraniano? Lo mostró el New York Times: no lo mostró el Pravda de Moscú en los tiempos soviéticos… No debe haber país menos habilitado para hablar de Derechos Humanos que los Estados Unidos. 

Pero son exigencias de una época de retorno a un sentido colonial de la vida.

Una tristeza, muy penoso. Un dolor muy profundo. Como el que produce percibir a esos jóvenes envejecidos por el odio. Qué pobre debe ser su vida, qué vacía su militancia, como lo definió mi compañero Fernando Borroni. Mientras, los diarios de la derecha no tienen un segundo de decoro para mostrar algo que también debería avergonzarlos. Duele el canto tan triste de la Franja Morada en la Universidad del Nordeste. Y también el indecente silencio de la Unión Cívica Radical. Es probablemente peor que lo que hicieron los muchachos. «