Hace hoy un año, Dilma atravesaba por última vez las puertas del Palacio del Planalto, la sede presidencial de Brasil. “Estoy triste, pero ustedes hacen que esa tristeza disminuya», dijo a una multitud agolpada en la explanada, junto a su mentor político, el ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva.Ministros, asesores, diputados y senadores aliados también estaban allí, cabizbajos, decaídos por el inicio del fin de 13 años de gobiernos populares en el país vecino. Dilma repartió abrazos, apretones de mano, recibió flores, globos y palabras de aliento. Después subió al auto y se retiró todavía con la esperanza de ser restituida en su cargo tras el juicio político en el Congreso. Sería destituida el 31 de agosto de 2016 y reemplazada por Michel Temer.

La presidente brasileña, que había sido reelegida con 54 millones de votos, había sido suspendida por el Senado acusada de maniobras administrativas consideradas gravísimas por una oposición que sumó a muchos de sus antiguos aliados para destituirla y ungir en su lugar al vicepresidente. Gran parte de quienes activaron esa maniobra –incluido Temer- están implicados en escándalos mucho mayores y algunos hasta duermen entre rejas.

«Es un impeachment fraudulento, un verdadero golpe», dijo aquel 12 de mayo de 2016 al considerar que el proceso que acaba de dejarla fuera del gobierno ponía en jaque «el respeto a las urnas» y «la voluntad soberana del pueblo».

«Cuando a una presidente electa se la acusa de un crimen que no cometió, no es un impeachment, es un golpe», insistió antes de señalar: “Luché mi vida entera por la democracia; el destino siempre me impuso múltiples desafíos y conseguí vencerlos. Sufrí el dolor de la tortura y ahora sufro más de una vez. Pero lo que más duele en este momento es la injusticia», agregó.

Luego dijo algo que a la vista de lo que ocurrió pocos meses más tarde, resultó premonitorio: «Quien dio inicio a este golpe lo hizo por venganza, porque nos negamos a darle los votos en la comisión de ética para que fuese absuelto», en referencia a Eduardo Cunha, el titular de la Cámara baja que abrió el proceso de juicio político. Cunha fue condenado a 15 años de reclusión en marzo pasado por corrupción.

«Estaba haciendo un chantaje contra el Gobierno y no soy una mujer que acepte ese tipo de chantaje», resaltó en ese oscuro día para la democracia brasileña y continental.

Ahora, con el paso del tiempo, no solo la sentencia contra Cunha sino los procesos abiertos con ocho de los primeros ministros designados por Temer y hasta el que era presidente de la cámara de Senadores, Renan Calheiros, están imputados por haber recibido coimas en el marco del escándalo que investiga el juez Sergio Moro bajo la causa Lava Jato.

Lo que vino

A doce meses vista, la denuncias de ejecutivos que se acogieron a la delación premiada de la empresa Odebrecht y de otras firmas inmersas en la investigación sobre la petrolera estatal Petrobrás siguen ocupando las primeras planas de los mismos diarios que se ensañaron con Dilma y el Partido de los Trabajadores. Dilma estuvo el miércoles en Curitiba donde Lula tuvo que ir a declarar, también perseguido mediáticamente, ante Moro.

Además de enchastrar a los golpistas en la corrupción generalizada de la dirigencia política brasileña, el gobierno de Temer se caracteriza por los ataques continuos a los derechos sociales y laborales conquistados no solo en los 13 años de “petismo” sino desde las leyes laboristas de Getulio Vargas, en 1943. En un escenario con aumento de la desocupación y baja del poder adquisitivo del salario.

«Dijeron que el problema era la presidenta. La sacaron del poder, colocaron a otro, pero no cambió nada», dijo Gabriel, un joven empleado de bar en una de las empobrecidas favelas de Rio de Janeiro, a la agencia AFP.

Hoy día, ocho de cada diez brasileños consideran que el mandatario destituyente hizo menos por Brasil de lo que desde los medios se auguraba, según una encuesta del Instituto Datafolha. Apenas un 9% aprueba la gestión de Temer, 80% se opone absoloutamente.

Vicepresidente desde 2011, Temer rompió con Rousseff antes de que ella fuera suspendida. Le reclamó primero haberlo tratado como un «vicepresidente decorativo» y poco después su partido, el PMDB, desembarcó de la coalición de gobierno.

La mandataria lo acusó de traición y de orquestar el impeachment para hacerse con el poder, condenándola por maniobras contables que todos sus antecesores habían practicado.

La destitución definitiva se concretó el 31 de agosto, pero al asumir de forma interina Temer montó de cero un gabinete e inició reformas estructurales, con el objetivo de completar el mandato hasta el 31 de diciembre de 2018.

Aunque el gobierno proyecta una modesta recuperación de 0,5% para 2017, el desempleo trepó a niveles récord (13,7%) y afecta a 14,2 millones de brasileños.
La congelación del gasto público durante dos décadas, la flexibilización de las normas laborales y un proyecto para aumentar la edad de la jubilación hundieron bajo mínimos la popularidad del gobierno, coinciden analistas.

Temer «entró al poder por la puerta de atrás y propuso cambios radicales en el Estado brasileño, sin haber sido elegido por el voto popular», dice a AFP Otavio Guimaraes, profesor de Historia de la Universidad de Brasilia.

El propio mandatario reconoció que esas decisiones no favorecen su evaluación en las encuestas, pero afirma que prefiere ser recordado como el dirigente «que hizo las grandes reformas, que permitió que los próximos gobiernos no encuentren a Brasil como nosotros lo encontramos».

Corrupción al mango

Por otra parte, al menos ocho ministros de Temer están bajo investigación por sospechas de corrupción en el caso Lava Jato, que investiga una red de corrupción en la estatal Petrobras.

Casi un tercio del Senado y unos 40 diputados, de prácticamente todos los partidos, también están bajo la mira de la justicia.
Desde el impeachment, «nada cambió. Continúa peor, inclusive. Para mí, todos tendrían que salir del poder y llamar a nuevas elecciones presidenciales», sostiene el taxista Carlos Roberto, de Rio de Janeiro.

Pese a los cinco procesos que enfrenta por corrupción, Luiz Inacio Lula da Silva, que gobernó de 2003 a 2010, sería votado por el 30% de la población, frente al 15% cosechado por el segundo candidato, indicó el sondeo de Datafolha.
Pero si es condenado y una corte superior confirma la sentencia, el exsindicalista no podrá ser candidato y ese desenlace podría intensificar la polarización del país.