Abril no empezó bien para las multinacionales de Estados Unidos y, en especial, para Jeff Bezos, el visionario que repartiendo sobres y paquetes se convirtió en pocos años en el hombre más rico del mundo. El primer día del cuarto mes, el dueño de Amazon se encontró con que sus trabajadores del depósito de Staten Island, en Nueva York, habían ignorado su burda campaña y votaron por Sí a la propuesta de crear un sindicato, una “unión” –Amazon Labor Union–, como se llamó a las primeras “alianzas de clase de los trabajadores” en sus inicios de raíces anarquistas del siglo pasado. Durante 2021 otras de sus pares –John Deere, Nabisco, Kellogg’s– habían vivido movilizaciones similares de sus trabajadores y los súper asesores les advirtieron, entonces, que 2022 venía con fuerte aroma a sindicalización.

Hacía más de un año que el personal de Amazon estaba movilizado para frenar las prácticas violatorias de la legislación laboral que la empresa aplicaba en sus centros logísticos. A la quita de derechos –extensión de la jornada de trabajo, vacaciones, aguinaldo, seguro de salud, indemnizaciones–, sumaba políticas de “estímulo” a empleados “amarillos” que al amparo de acciones de aparente defensa de los trabajadores, en realidad recibían el apoyo patronal para promover la creación de asociaciones paralelas a través de actos de descrédito de la actividad sindical. Esta vez fracasaron, cuando un grupo liderado por Chris Smalls –un supervisor de más o menos 33 años e incierto día de nacimiento–, despedido por exigir medidas de protección durante la pandemia de Covid, logró romper todas las barreras.

Amazon no es cualquier cosa. Además de ser con 1,3 millones de trabajadores el segundo empleador de Estados Unidos, sólo superado por la red de supermercados Walmart, la empresa es un modelo oficialmente tolerado de cómo se puede violar una legislación laboral que, de por sí, ya es deficiente y permisiva. Esas características hicieron del gigante de la logística –que además extendió sus raíces a todo el mundo occidental– un ejemplo a emular por los de su clase, que imaginan ahora, e imaginan bien, que la creación de un sindicato en el feudo de Bezos tendrá un arrollador efecto multiplicador.

Las patronales venían haciendo y deshaciendo de memoria, sin observar la realidad que les pisaba los talones. Con otros nueve almacenes de Amazon donde los trabajadores iniciaron el trámite legal para votar por su pertenencia a un sindicato. Con decenas de cafeterías de Starbucks donde la empresa ya debió aceptar demandas de su personal. Con la tan poderosa como cuestionada International Brotherhood of Teamsters –el antiguo sindicato de los camioneros– dispuesta a impulsar y financiar la asociación de los trabajadores de la flota de Walmart. Con las plantillas de Alphabet (matriz de Google y Android), y Activision Blizzard (videojuegos) dando ya sus primeros pasos. Ignoraron las advertencias de sus consultores externos y hoy se encuentran con una realidad que podría superarlos.

La semilla

Hasta hace dos años Chris Smalls (chico, humilde) era un supervisor de Amazon que tenía a su cargo una cuadrilla de 200 operarios. Protestó por la falta de medidas sanitarias en medio de una pandemia que, a esa altura, sólo Donald Trump se había negado a reconocer. Lo echaron. Junto con otros trabajadores armó una carpa frente al centro de distribución de Staten Island y desde allí fue concientizando a los compañeros. La empresa gastó fortunas para desacreditar la idea y desacreditar a ese negro grandote, padre de dos hijos, querido por todos, que insistía tercamente en su proyecto sindical. La demanda era, es, sencilla: mejores salarios, mayores períodos de descanso, más tiempo libre para disfrutar en familia, vacaciones, cobertura de salud. Casi un símil del Chicago efervescente de 1886.

A mediados del año pasado uno de los gurúes de cabecera, el analista laboral Harold Meyerson fue invitado a disertar ante una convención de empresarios, en Chicago, y para espanto de su auditorio auguró un 2022 de “grandes movilizaciones sindicales”. Además, dijo que la aprobación pública de los sindicatos registra el 68% de opiniones positivas. Días después Gallup confirmó los datos y agregó que, pese a que en el último medio siglo las organizaciones laborales han perdido influencia y el índice de afiliación cayó del 18% en 1985 a 10,3% en la actualidad, la opinión positiva paradójicamente llegó a ese 68% citado por Meyerson.

Entre los jóvenes de 18 y 29 años –el grueso de la masa laboral– la afinidad con los sindicatos alcanza un 78%, un valor que no se registra en ningún país occidental. Pero lo más preocupante para los empresarios es que, acorde con la previsión de Meyerson, hay una amplia coordinación entre los trabajadores de diversas actividades y de todos los extremos geográficos. El tan temido proceso multiplicador llama a las puertas. En sólo tres días Smalls y sus compañeros recibieron pedidos de asesoramiento de los trabajadores de al menos 50 empresas. Todo esto tiene un agregado aterrador para los patrones. Hace años ya que los norteamericanos manifiestan temor ante la presencia creciente de negros y latinos en la vida del país. En los almacenes de Staten Island el 90% de la plantilla son negros y latinos y lo mismo se repite entre los millones de empleados de Amazon. Bezos lo vio, pero llegó tarde: para frenar infructuosamente el embate sindicalizador, gastó 4 millones de dólares para imprimir en castellano los afiches destinados a denigrar al negro Smalls.