México no está en guerra, pero tiene tantos niños y adolescentes desaparecidos como si lo estuviera. El año pasado, cada día, se les perdió el rastro a 14 personas de entre 0 y 17 años de edad, 5110 en todo el año, y las organizaciones humanitarias creen que otros tantos casos no fueron denunciados, lo que elevaría la realidad hasta un espanto inconmensurable. Pese a tener ahora un gobierno ocupado en el tema, que se ha dotado de una red de agencias que hacen su seguimiento desde diversos ángulos, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha visto que las estadísticas crecen, para delatar hoy que en sus poco más de dos años de gobierno se alcanzó a 19.445 niños y adolescentes desaparecidos.

Desde que se llevan registros sobre el drama (1964), son 82.328 personas de entre 0 y 17 años las desaparecidas. Dos de cada diez siguen sin ser localizadas y, si bien el 80% volvió a sus hogares, 710 fueron halladas sin vida. Las desapariciones habían sido una realidad dolorosa hasta 2006, con el comienzo del sexenio presidencial de Felipe Calderón, cuando se inicia un pavoroso aumento que alcanza su pico con Enrique Peña Nieto (2012-2018). Según la Red por los Derechos de la Infancia (REDIM), los episodios se concentran en los estados de la frontera con Estados Unidos, donde se registra, además, la mayoría de los casos –seguramente con fines de trata– de niñas/adolescentes de más de 12 años.

Entidades humanitarias y centros de investigación relacionan la situación con la injerencia sistemática de Estados Unidos en la vida interna del país. Y no dejan de asociarla con la pobreza, el creciente número de asesinatos con armas de fuego y la presencia dominante de los cárteles de la droga en los estados del Pacífico y la frontera norte. Fue el propio AMLO el que acusó a su vecino, al asociar la violencia diaria con las once fábricas de armas en una demanda iniciada en agosto pasado ante tribunales de Massachusetts –donde tienen sus plantas de producción–, por facilitar el contrabando hacia México y hacer negocios directos con los cárteles, para los que fabrican armas livianas y pesadas según sus necesidades.

México no es una excepción en esta desigual parte americana del hemisferio occidental y cristiano. Por ejemplo:

1) En Honduras, cada seis horas un menor, niño o niña, de entre 10 y 17 años, es violado y el 83,47% de los casos queda en la impunidad.

2) En el extremo del sur, en Uruguay, las situaciones de violencia infantil aumentaron un 43% durante 2021 y se duplicó el número de niños que viven en la calle.

3) En el extremo del norte, en Estados Unidos, el guardián mundial de las libertades, las balas se convirtieron en la primera causa de mortalidad infantil. Fueron un 29,5% de las 45.222 muertes violentas del país, allí donde según el National Center for Missing and Exploteid Children, se reportó la desaparición de 365.348 niños y adolescentes de hasta 17 años de edad.

En junio del año pasado el diario norteamericano The Washington Post también puso el dedo en la llaga. Refiriéndose a la ola de violencia en México, opinó que “no es de extrañar que esta guerra contra el narcotráfico tenga muy poco que ver con las drogas. Es el capítulo mexicano –agregó– de una política que el expresidente Richard Nixon inauguró por causas internas, que Ronald Reagan llevó a su máxima expresión en medio de la Guerra Fría y que todos los gobiernos posteriores siguieron financiando” (ver aparte). A esto, “súmesele la permisividad con la que los presidentes estadounidenses han desviado la vista ante el criminal contrabando que ha inundado a México con sus poderosas armas de fuego”, denunció un equipo multidisciplinario de la Universidad Autónoma de Nuevo León.

A las desapariciones se suman los asesinatos. Entre enero y noviembre del año pasado se documentaron 2240 homicidios de menores. En el 32,5% de los casos los chicos murieron a causa de un arma de fuego. “Parecería que no hay un espacio, público o privado, en el que puedan verse libres de las expresiones más extremas y deshumanizadas de la violencia armada”, señaló un documento de la REDIM. Cuando se le preguntó a la directora de esa entidad, Tania Ramírez, qué podría explicar el alza de los asesinatos infantiles, señaló que “parte de ello se debe al reclutamiento de menores, tanto en las llamadas autodefensas comunitarias como por parte de grupos criminales”. Ramírez citó el caso de un municipio de Guerrero, sobre el Pacífico, que en enero pasado reclutó niños por una mísera paga.

El 73,9% de las desapariciones ocurrieron durante el gobierno de Peña Nieto, el neoliberal que le traspasó el mando a AMLO en diciembre de 2018. En las semanas previas, los medios del establishment lo recibieron con las clásicas reseñas, una montaña de hechos generados por los dos muy aplaudidos (por ellos) presidentes precedentes. En medio del fárrago quedó al descubierto el desprecio de Peña Nieto por los problemas de la niñez: durante sus seis años de gobierno, nunca dispuso de un solo peso para financiar el sistema de protección infantil creado por él mismo en 2014. Entre las herencias, a más de asesinatos y desapariciones, AMLO recibió un país con 21 de los 40 millones de niños del Censo 2015 sumidos en la pobreza. Son los que hoy siguen desapareciendo, 14 cada día. 

Más militarización, más narcotráfico

Año tras año, desde 2006, con gobiernos de derecha rendidos a la Casa Blanca o gobiernos insumisos, como el actual, el número de efectivos militares distribuidos por el territorio mexicano para “acabar con la violencia de los narcos”, se triplicó. Pasó de 50 mil a 150 mil. En ese lapso el narcotráfico creció exponencialmente y, cosa de Mandinga, con toda exactitud, los asesinatos también se multiplicaron por tres. Hay áreas en las que policías y soldados ya integran el paisaje urbano. Informes castrenses le permitieron afirmar al diario norteamericano The Washington Post que, al menos en 6000 actividades diferentes, los militares están diariamente en contacto con la población civil. 

Personalidades de todos los ámbitos y organismos de defensa de los Derechos Humanos coinciden en que para soñar con la pacificación, lo primero que habría que hacer, más allá de las reformas estructurales profundas, es iniciar un enaérgico proceso de desmilitarización. Hasta las agencias especializadas de la ONU, dueñas de un enervante lenguaje, elíptico y distante, esta vez tomaron partido. El Comité contra la Desaparición de Personas instó al Estado mexicano a abandonar el enfoque militarizado de la seguridad pública, iniciado en 2006, porque ha quedado probado que “esa forma de combatir la delincuencia ha sido inadecuada en lo que atañe a la protección de los Derechos Humanos”.

Según la información recogida por el Comité, solo entre un 2% y un 6% de los miles de casos de desaparición y crímenes fue judicializado en 2021. Se emitieron apenas 36 sentencias.  “A ello se suma la pasividad de las instituciones judiciales –agrega–, lo que contribuye a la falta de confianza que, a su vez, resulta en un alto número de casos no denunciados. La impunidad es un rasgo estructural”. El informe del Comité grafica esa pasividad cuando dice que “en las morgues y otros sitios hay 52 mil cuerpos sin identificar”. Y agrega una referencia aterradora: “Esto no incluye los miles de fragmentos humanos –cráneos, brazos, piernas– que las familias y grupos de búsqueda recogen a diario en fosas clandestinas”.