Suele creerse que la Historia de nuestro pasado remoto o reciente está en los libros. Es difícil darse cuenta de que la protagonizamos o nos obliga a protagonizarla, de que, de una manera u otra, nos atraviesa de manera inexorable.

Aquel 11 de septiembre de 1973 nos llegó la noticia del golpe de Estado en Chile. Era un mundo mucho menos tecnológico que el de hoy y la información nos llegaba con un delay analógico que, acostumbrados a la inmediatez de la comunicación, ya casi hemos olvidado. Medio siglo atrás aún se necesitaba cierto espíritu deportivo para «pescar» las noticias, discernir si eran ciertas o no y completarlas con sospechas, especulaciones y un poco de imaginación.

La Historia arrasaba nuestras pequeñas historias, pero no nos dábamos cuenta. Lo que estaba sucediendo del otro lado de la Cordillera alteraba incluso la rutina familiar. Los horarios estaban abolidos. Había que salir a la calle, manifestar frente al a Embajada de Chile, reclamar  con una indignación indoblegable. Una gran bandera chilena con un crespón negro descansaba contra la heladera mientras no oficiaba de arma justiciera en las manifestaciones. ¿Hasta cuándo van a estar fuera de casa?, preguntaba mi padre. Hasta que caiga el gobierno, contestaba mi hermana. Éramos rabiosamente jóvenes y, como diría Serrat, teníamos el alma sin mediasuela.

¿Pero cómo que se suicidó Allende? Absolutamente imposible. A Allende lo mataron. Aún llegan desde esa época retazos de recuerdos sonoros deshilvanados. «Han matado un Salvador Allende la Cordillera» decía una canción de la que sólo recuerdo esa frase. Las hipótesis sobre la muerte de Allende se sucedían. En realidad, hace 50 años que se siguen sucediendo como si aún no hubiéramos acostumbrado a lo definitivo.

Un amigo de la familia había viajado a Chile un tiempo antes del golpe de Estado. Quería palpar la situación de ese país, respirar el mismo aire que ese presidente que prometía un futuro distinto no sólo para los chilenos, sino para todos los latinoamericanos. Qué envidia nos daba ese sueño realizado: cruzar la cordillera, pisar suelo chileno, vivar a Allende, quizá conocerlo y preguntarle cómo se veía el país desde atrás de sus anteojos, con qué color de cristal miraba esta América destartalada, qué escuchaba con su estetoscopio de médico cuando auscultaba los pulmones del mundo. ¿Sus bigotes a lo Mario Benedetti le servirían,  como a los gatos, para medir las distancias de su país que se dilataba a lo largo entre el Pacífico y la Cordillera?

De nuestro amigo no habíamos sabido nada desde su partida a Chile hasta que nos llegó aquella carta. Querida familia argentina, decía.  Les escribo desde este hermoso país liberado, por fin, del socialismo. Por favor, no hagan caso de las noticias que se difunden de manera interesada.  Aquí se respira un saludable aire de libertad. Yo estoy muy bien, gracias a Dios, aunque los extraño. Ya nos veremos a mi regreso a Buenos Aires. Un abrazo desde Chile.

No fue necesario utilizar los sofisticados métodos para desencriptar mensajes que conocía Rodolfo Walsh. Aquella carta sólo requería una muy modesta suspicacia. Bastaba con entender exactamente lo contrario de lo que afirmaba. Aún no lo sabíamos, pero aquello era una suerte de entrenamiento en el silencio y el sobreentendido para enfrentar lo que nos esperaba de este lado de la Cordillera.

No sé bien en qué momento la bandera de Chile con el crespón negro, convertida en ícono desvaído de la derrota,  comenzó a juntar polvo al lado de la heladera. Un día, con un terror quizá premonitorio, me di cuenta de que había desaparecido. En ese momento, creo, la generación de quienes fuimos jóvenes en los ’70 comenzó a contabilizar las pérdidas en la libreta de almacenero del alma que, para ese entonces, ya tenía mediasuela.

Apenas unos tres años después, la situación de Chile se replicaría casi en espejo en Argentina. Aún no se hablaba de globalización, pero en América del Sur el suplicio ya era transnacional o, quizá, se había vuelto más transnacional que nunca. Como la procesión, el crespón negro iba por dentro.

La  realidad le entrega a la memoria los recuerdos  y ella se encarga de astillarlos hasta convertirlos en piedritas de caleidoscopio. Luego, el lenguaje intenta enhebrarlas en el collar del sentido. En estado bruto, sin embargo, el recuerdo es sólo fragmento. La bandera chilena con crespón negro. Allende con casco de minero. Allende en su último discurso: «Yo no voy a renunciar. Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo».

«Se comunica  a la población que a partir del día de la fecha el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar». Amo, amas, amare, amavi, amatum: una clase en la Facultad de Filosofía y Letras, la profesora de latín enunciando el verbo amar con la puerta del aula obligatoriamente abierta y la presencia de un policía vigilador. 

El verbo recordar proviene del latin recordari, formado por re (de nuevo) y cordis (corazón).  Recordar significa literalmente  «volver a pasar por el corazón«.  Exactamente mañana, 11 de septiembre, volveremos a pasar por el corazón los 50 años del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende. Es cierto que quienes éramos jóvenes en esa fecha nefasta tenemos el corazón más cansado que entonces,  la rebeldía un tanto abollada y casi exhaustas las reservas de optimismo histórico.

Sin embargo, aún queda un rescoldo que entibia, una rebeldía con capacidad de resurrección,  un grito amasado con amor y con bronca. ¡Viva Chile, carajo!  «