La comparación con el caso de Santiago Maldonado se impone. Una investigación plagada de irregularidades –testigos amenazados, pruebas «plantadas», pericias que no se hacen–; un juez que parece más preocupado por encubrir que por averiguar la verdad y la misma fuerza federal sospechada de asesinar a un joven sin que eso tenga consecuencias. «A mi hijo –dice Mónica Campoy, una madre que busca algo de consuelo en el castigo a los responsables– también lo mato Gendarmería».

El sábado 14 de junio de 2014, Andrés García Campoy, un joven puntano de 22 años que vivía en Mendoza, murió de un disparo durante un control vial de Gendarmería, sobre la Ruta Nacional 7, a la altura de la destilería de Luján de Cuyo. De acuerdo a la versión entregada por los gendarmes Maximiliano Alfonso y Corazón de Jesús Velázquez, que estaban en el puesto de control aquel día, García comenzó a disparar contra ellos con la vieja carabina que llevaba en el Peugeot 504, hasta que decidió suicidarse. Sin embargo, los detalles de la causa desmintieron a los gendarmes. La bala que mató al joven ingresó por detrás de la oreja izquierda y la distancia del disparo se estipuló en 60 centímetros, lo que hubiese obligado a la víctima, por el tipo de arma que maniobraba, a una contorsión improbable.

También resultó extraño que un «suicida» hubiera pagado el día anterior la cuota de la Facultad (García cursaba la carrera de Seguridad e Higiene en la Universidad del Aconcagua) y que el mismo día del hecho comprara el regalo –una botella de vino– para llevar al cumpleaños al que iba a asistir esa noche (hasta envió un mensaje desde el celular confirmando su presencia).

A la víctima, además, se le practicó una necropsia psicológica para determinar si el suicidio era una posibilidad. La profesional, que entrevistó a 12 compañeros de la facultad, familiares, vecinos y amigos, concluyó que no había «ningún tipo de indicio para pensar que García se haya quitado la vida».

«Andrés tenía un Winchester de 1860, que había heredado de su bisabuelo. Creemos que ese día lo llevaba encima para venderlo, porque lo tenía de adorno. Era un arma de colección que ni funcionaba», explica Mónica.

El primer fiscal que intervino en la causa, Jorge Calle, no creyó la versión de los gendarmes y los imputó por homicidio agravado por pertenecer a una fuerza de seguridad nacional, por lo que tuvo que excusarse y pasar el expediente al juez federal Walter Bento, quien mantuvo el procesamiento a los soldados aunque jamás los detuvo.

«Entiendo a la familia de Maldonado –dice Mónica– cuando dice que el juez (por Guido Otranto, hoy apartado) actúa más como abogado de Gendarmería. El juez Bento me mandaba a mí a buscar pruebas contra los gendarmes. Nunca les investigó los teléfonos y la prueba de pólvora en mano se las hizo una semana después del hecho. Tendríamos que juntarnos con la familia de Maldonado y denunciar ante una corte internacional que en la Argentina las fuerzas federales matan a chicos inocentes».  «