«Esta novela –dice el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya refiriéndose a La diáspora– permite ver de dónde viene mi obra luego de la publicación de mi última novela, Moronga«.

La diáspora es su primera novela. Se publicó por primera vez en El Salvador en 1989 y nunca había sido editada fuera de ese país. La edición en Argentina por Random House coincidió con la visita del escritor al país donde llegó invitado por el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba). «Fue una decisión editorial grata porque, terminada mi última novela, me puse a revisar la primera escrita hace unos 30 años –afirma el escritor–. Fue muy interesante descubrir continuidades y rupturas de las que yo no tenía conciencia».

Castellanos Moya se fue de El Salvador huyendo de la guerra civil cuando tenía apenas 20 años. La diáspora habla del exilio mexicano y apunta contra la idealización de la insurgencia.

Usted se fue de El Salvador con apenas 20 años huyendo de la guerra civil. ¿Cree que el exilio es una marca constitutiva de los escritores latinoamericanos?

–Sí, es un destino común y lo ha sido desde nuestra existencia como naciones. La década del ’80 la viví en México. Llegué huyendo de la guerra, pero a la vez profundamente enterado de esa guerra y siguiéndola día a día. Uno huye de la posibilidad de la muerte, pero el país va con uno. La guerra civil fue muy intensa. Yo vivía en México en términos materiales, pero mi mente y toda mi energía estaban puestas en lo que estaba pasando en El Salvador. La guerra civil nos consumía a todos en tanto la seguíamos desde diferentes experiencias. Los personajes de La diáspora no tienen mis rasgos, pero expresan mis preocupaciones de esa época, mis dudas, mis desencantos. Esta novela fue publicada en el momento en que la revolución estaba prácticamente en la puerta, estaba por triunfar. Pero es una novela escéptica, cuestionadora.

Y pesimista. Con la muerte de la comandante Ana María y el posterior suicidio del comandante Marcial se produce una gran desmitificación de la figura del guerrillero ya que se dijo que era Marcial el que había mandado a matarla por un tema de competencia.

–Sí, es pesimista. Es una novela que tiene de fondo un cuestionamiento moral profundo en lo que respecta a la utilización de la violencia por los agentes del cambio social. Los crímenes se cometen dentro de las filas mismas de estas fuerzas y esto afecta a todos los personajes que de una u otra forma están relacionados con ellas. Por eso creo que sí es desmitificadora, cuestionadora, porque ataca el núcleo moral del cambio. Y entonces, la pregunta que surge es cuál es la diferencia con el enemigo, cuál es nuestra ética. No estoy diciendo que sean éticas parecidas, pero la novela y los personajes afectados por este evento de alguna manera están diciendo que este tipo de hechos nos convierten en semejantes a las personas contra las que combatimos.  Tenemos ideologías distintas, tenemos diferentes concepciones de cómo se debe hacer la política y de cómo se deben corregir los sistemas sociales, pero dentro de nosotros mismos hay algo que nos acerca, que es una cosa muy fea: el crimen.

Está instituido que es la izquierda la que debe tener actitudes éticas, porque la derecha, en general, no es ética.

–Claro, lo que sucede es que el capitalismo es un sistema completamente antiético, de modo que quienes adhieren a él también suelen serlo. Pero entonces, con el cuestionamiento que hace la novela llegamos al problema de fondo que es el ser humano, la forma en que nos relacionamos con nuestros propios ideales, cómo nos vinculamos con nuestros intereses y nuestras pasiones. Nos preguntamos entonces si nuestra verdadera ambición es el poder, pero esa ambición está revestida de ideales; si es más fuerte la ambición o los ideales que la revierten. El ser humano es complejo y creo que el punto clave en esto es precisamente esa complejidad. En él se expresan todo el tiempo intereses y pasiones contradictorios. La literatura enfoca eso, no designa santos y demonios. No hace abstracción, sino que muestra la complejidad de cada personaje. Esos personajes reflejan, en un marco de ficción, cómo se comporta el hombre en la vida real. Detrás de una persona carismática, llena de ideales, que expresa puntos de vista coherentes, puede haber una pasión contradictoria con todo esto y que puede ser más importante que la mascarada que la envuelve.

Eso es muy evidente en el personaje de Jorge Kraus, el argentino. Se va del país en el ’76 huyendo de la dictadura, pero en realidad parece tener más que nada un enorme deseo de fama como periodista. No nos hace quedar muy bien a los argentinos en su novela (risas).

–Sus pasiones revolucionarias son menos fuertes que esa pasión de alcanzar fama. Y ahí volvemos al tema de las pasiones del hombre. Las pasiones no cambian y por eso la literatura perdura en el tiempo. Desde los griegos las pasiones generan crímenes del mismo modo que sucede ahora. La novela aborda este punto a través del desencanto, de personajes un poco trastornados.

En su novela se refiere a un momento del exilio como aquel en que todavía los argentinos eran queridos en México. ¿Hubo un proceso particular de los argentinos en el exilio?

–Viví en México del ’81 al ’91 y luego viví otros tres años ya en este siglo. En la primera parte había muchos argentinos, chilenos y uruguayos. México era la gran retaguardia que en Sudamérica había sido derrotada por las dictaduras, mientras Centroamérica estaba peleando de otra forma contra los regímenes militares. En esa época yo ejercía el periodismo político para sobrevivir. Era otro México, seguro y acogedor. En un momento entró en crisis el México de la bonanza petrolera y hubo cierta relación contradictoria entre los exilios latinoamericanos y los mexicanos. Con los centroamericanos esto se produjo más tarde porque llegaron después. Ellos llegaron en los ’70 y nosotros después del ’79-’80. Entre nuestros refugiados había mucha gente pobre que vivía en campamentos, gente que llegaba a pie. El exilio sudamericano, en cambio, respondía más a la estructura de las sociedades con extensas clases medias, lo que en Centroamérica no existía o existía en forma reducida. El personaje de Jorge Kraus sirve para desmitificar ciertas cosas, pero en términos personales tuve experiencias muy nutritivas con los exiliados. Él es lo que yo llamo un personaje «cóctel», una mezcla de mucha gente real que no voy a mencionar.

–¿Cómo vive hoy, desde Estados Unidos, su relación con El Salvador?

–El Salvador tiene siempre un presente muy intenso y yo me siento desfasado. Es un país con poco sentido de pasado. Los años de la guerra civil están bastante lejos de lo que la gente vive que es el problema de la delincuencia, la criminalidad, la inseguridad y siempre, por supuesto, la crisis económica. Yo escribo prácticamente a partir de mi memoria y mis experiencias pasadas. Cuando una novela tiene mucha historia, investigo. No es lo que sucede con La diáspora, que es una novela que escribí casi en forma paralela con los hechos y que fue recibida con mucho recelo porque la ilusión era muy fuerte y la novela, como dicen los mexicanos, hacía aguas con esa ilusión. Viajo con alguna frecuencia al país y en él me siento extranjero. Los espacios y los problemas han cambiado y mis amigos y yo hemos envejecido.

–¿Pudo presentar La diáspora en su país?

–La novela se publicó allí y no existió, no tuvo críticas. Ganó en ese momento un premio que daba la universidad jesuita que había apadrinado la Teología de la Liberación y me pidieron que fuera a presentarla. Era mayo de 1989. Cinco meses después, el ejército insurgente tomaba casi todas las capitales del país y era derrotado por la aviación. Pero el avance de los insurgentes ya se preveía. La izquierda comenzaba a ejecutar a algunos intelectuales de la derecha que siempre había asesinado a intelectuales de izquierda. Creo que fui a recibir el premio por vanidoso porque me dio mucho miedo estar allí. Pero puse una condición: que el libro no comenzara a circular hasta que yo no me fuera al día siguiente. Aterricé en El Salvador, presenté la novela, me volví a la casa de un amigo en la playa y de allí me fui al aeropuerto. Uno de mis mejores amigos era jefe guerrillero del área de comunicaciones y gran poeta. Luego de leer la novela, le prohibió a la tropa que la leyera, porque podía desmoralizarla. Seguimos siendo amigos.

–¿Cómo ve a América Latina hoy en que los procesos de derechización pueden hacer que gobierne Brasil alguien como Bolsonaro?

–Latinoamérica está haciendo un proceso pendular tremendo. De ser un continente que expresaba las fuerzas de izquierda, que se suponía que iban a promover un cambio social de mayor justicia y libertad, ha pasado a ser controlado por fuerzas de derecha y extrema derecha. La situación muestra de qué forma la política latinoamericana ha sido influida por la llegada a los Estados Unidas de fuerzas de la derecha. Lo mismo sucede en Europa. Soy bastante pesimista porque no se trata sólo de las fuerzas de la derecha en el poder, sino de la desacreditación de las fuerzas de la izquierda. Los mecanismos de la Justicia muestran que esas fuerzas se corrompieron, lo que no sé si sucedió o no. La Justicia es el nuevo ejército, juega el papel que antes jugaban los militares, por lo que no se precisan ejércitos verdaderos para dar golpes de Estado. Y no sucede sólo en Latinoamérica. Basta con ver lo que pasa en los Estados Unidos con la Corte Suprema de Justicia. Esto lleva a plantearnos cuál es el modelo de sociedad que necesitan los dueños del dinero para seguir ejerciendo el control y multiplicando sus brutales niveles de acumulación. Ellos son la contraofensiva y el fenómeno es planetario, por lo que debe verse a Latinoamérica dentro un modelo global. También Maduro ejerce un control sobre la Corte Suprema de Justicia. Ya no se trata de izquierda o derecha, sino de imponer un modelo autoritario. Y, por supuesto, también inciden los medios masivos de comunicación. A excepción de México, no se vislumbran en América Latina factores de cambio. «