El segundo semestre llegó sin las buenas noticias que auguraba el macrismo durante el verano. “La recesión de la economía argentina se consolida”, comienza la nota de tapa, segunda en importancia, de La Nación del jueves 30. Después, el texto vuelca a la grosera justificación habitual: la culpa sería de la pesada herencia. Pero es tan evidente que lo que-en teoría- vendría mal se agravó con las decisiones de política económica del nuevo gobierno que, algunos párrafos más abajo, se admite finalmente que la famosa lluvia de inversiones no sólo no se produjo, sino que se registró una caída interanual del 3,8 por ciento. Los retrocesos más significativos son en los rubros agricultura, ganadería, caza y silvicultura (-5,06 %), la industria (-1,62 %) y la construcción (- 5,19 %). Dice la nota: “Para el segundo semestre, los expertos esperan un panorama con bajas más pronunciadas. Algunos incluso hablan de caídas de hasta el 3 por ciento.” Y recoge las opiniones de expertos –ninguno kirchnerista- con definiciones alarmantes. Martín Polo, economista jefe de Analytica, asegura: “En principio, la economía consolida un escenario recesivo. Esta profundización tuvo que ver con la caída de la inversión, principalmente por la construcción y el consumo. El primer trimestre no fue bueno, pero lo peor de este ciclo se va a ver en el segundo”. Dante Sica, de la consultora Abeceb, da otro pronóstico sombrío: “En lo que hace al PBI en el primer trimestre exhibe la debilidad de la economía y esta se verá profundizada cuando se conozcan los datos del segundo trimestre.” Lorenzo Sigaut Gravina, de Ecolatina, tampoco derrocha optimismo: “La tendencia recesiva persistió y sería más profunda en el segundo trimestre.”

Ninguno de ellos convalida la fe ciega presidencial reflejada en la afirmación “con lo poco que hemos hecho ya arrancó un proceso de inversión”. Por el contrario, más bien lo desmienten. Eso no quiere decir que Macri falte a la verdad, simplemente habla de una realidad económica propia, invisible para el resto, que no advierten, siquiera, los economistas que lo apoyan –por decirlo de una manera suave- desde el optimismo del corazón y el pesimismo de la inteligencia. En el cierre de la Congreso de la también oficialista Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas, Macri volvió a manifestarse rayano en la euforia: “Soy realmente muy optimista. Si yo les decía a ustedes hace un año lo que iba a hacer y todo esto que está sucediendo, seguramente iban a votar mayoritariamente por encerrarme en el manicomio. Y ahora soy el presidente.” Es una frase larga, que se puede dividir en tres partes para ser analizada. En la primera procura contagiar entusiasmo. La segunda es un homenaje a su mentor político, Carlos Menem, padre del peronismo neoliberal y sus secuelas, quien dijo en el pasado “si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Y la tercera revela genuina sorpresa por el destino que le tocó: era de locos pensar hace unos meses que estas mismas políticas que llevaron al país a la crisis de 2001 iban a retornar, con la fuerza con que lo hicieron, de la mano de muchos de los políticos y tecnócratas que no podían caminar por la calle sin ser escrachados y hoy son el oráculo para la patria opinante, que de todos modos no puede evitar decir que se está peor y nada indica que vaya a mejorar, como con tibieza surge de la nota de La Nación.
Mauricio Macri tiene una propuesta delirante para la sociedad: que le agradezca que la rescató de algo mejor y la viene llevando a un lugar peor, donde reinan la incertidumbre y el desamparo. Pero no está para el manicomio. Su felicidad, su optimismo, son de una racionalidad tan absoluta como perversa. Su proyecto de país chico busca reorientar los sentimientos colectivos, disciplinarlos hasta que el nuevo paradigma, donde los dueños del país hacen y deshacen a su antojo y la exclusión vuelve a ser parte naturalizada del paisaje, sea acatado como inevitable. Mostrando lo malo como bueno y lo injusto como inapelable. Frente a ese escenario, que también es un escenario de profunda refundación moral, cuenta con aliados impensables: diputados y senadores que fueron votados para ser oposición y ahora se pelean a los codazos para subirse el carro del triunfador y alejarse así del escarnio, la derrota y el castigo judicial y mediático. Por eso Macri está conscientemente feliz, aunque los números no le cierren, aunque el segundo semestre traiga malas noticias, aunque cada vez sea más cristalino que gobierna para los ricos, ve que la ilusión de pertenecer y ser cooptados en algunos es más fuerte que la vocación por resistirse.
Supone el macrismo que estas vergonzosas escenas son, para los que creen en otro modelo de país diferente al suyo, un golpe anímico más letal que los tarifazos, los despidos y la brutal cacería desatada contra el capital simbólico amasado en los últimos doce años. En algunos casos, supone bien. De ahí su optimismo, que no es matemático, sino de victoria cultural. No hay nada más reconfortante que ver al adversario en desbande, mientras florecen a diestra y siniestra banderas blancas de rendición en manos de dirigentes que juraban, hasta no hace mucho, enfrentarlo hasta el último aliento. Vivirá Macri en un mundo alterno, en una realidad propia, pero esto sucede. Y así como sigue sin domar la economía, intención que no tiene porque al fin y al cabo liberar al mercado es renunciar a regularlo, en política las cosas le están saliendo mejor de lo que imaginaba: le llevó un semestre convertir un Parlamento opositor en oficialista, un peronismo antiliberal en peronismo antikirchnerista que asume como propio el discurso de los columnistas de Clarín, un kirchnerismo aguerrido en una mosca atrapada en la telaraña del Partido Judicial y a la mitad de la sociedad que no lo votó en una masa desorientada y sin representación.

Por eso se puede dar el lujo de invitar al Rey de España para los festejos del 9 de julio con desfile militar incluido, bajar los cuadros de la integración latinoamericana de la Casa Rosada, sumarse a la Alianza del Pacífico desde el país que hundió el ALCA, de hablar de inversiones cuando no las hay, de creación de empleo cuando lo destruye, de manifestarse optimista en medio de tanta desazón colectiva, y que todo parezca hacerlo sin costo alguno. Y seguirá siendo así, hasta tanto no haya dirigentes opositores que acepten que para ser dirigentes primero hay que dirigir algo y para ser opositores, oponerse. «