Una de las frases más oídas desde la noche del jueves es: «Falló la seguridad», en referencia a la custodia de Cristina Fernández de Kirchner.

Pues bien, si algo enseña la historia de la humanidad es que cualquiera puede matar a las personas más poderosas del planeta. Eso, por caso, lo supo en carne propia el archiduque Francisco Fernando de Austria, al ser asesinado en Sarajevo por el separatista bosnio Gavrilo Princip el 28 de junio de 1914, comenzando así la Primera Guerra Mundial.

Eso también lo llegó a comprender John F. Kennedy en Dallas (1963) o Indira Gandhi en Nueva Delhi (1984) o Isaac Rabin en Tel Aviv (1995), entre otros jefes y jefas de Estado en plena actividad o con mandato cumplido.

Claro que a tales episodios se le agregan algunos magnicidios fallidos, como los de Juan Pablo II y Ronald Reagan (ambos en 1981).

Cabe destacar que el Sumo Pontífice fue herido por Mehmet Ali Ağca. Y el presidente norteamericano, por un tal John Hinckley Jr. El primero era un terrorista turco al servicio de la mafia búlgara; el segundo, lisa y llanamente, un súbito cuentapropista del terror.

Lo cierto es que el agresor de CFK, Fernando «Tedi» Sabag Montiel, tendría una tipología similar a la del atacante de Reagan. Un «loquito suelto», repiten ahora algunos periodistas, ciertos dirigentes opositores y opinadores de toda laya. Al respecto, obviamente, no está dicha la última palabra.

En este punto bien vale repasar la escalada de violencia que precedió su acción criminal en grado de tentativa.

El 2 de agosto, a la salida del Congreso de la Nación –durante la sesión especial en la que se aceptó la renuncia de Sergio Massa como presidente de la Cámara Baja–, una patota compuesta por 20 sujetos agredió con insultos y empujones al líder del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), Juan Grabois. «¿La sangre de quién va a estar en la calle? ¡Forro!», fue uno de los gritos que le dispensaron.

Al día siguiente, esos mismos energúmenos golpearon la camioneta de Massa y otros autos que ingresaban al Museo del Bicentenario con motivo de su jura ministerial, además de atacar a un movilero de C5N.

Pertenecían –según los cronistas televisivos– a Jóvenes Republicanos

(JR), la rama sub-25 de Unión Republicana (UR), una falange ultraderechista comandada por el diputado neuquino del Pro, Francisco Sánchez. No es un dato menor que la «madrina» de esa agrupación sea Patricia Bullrich.

Eso fue sólo el principio de algo que continuaría con más sofisticación.

Todo indica que los incidentes del 22 de agosto frente al edificio donde reside CFK, en Recoleta, tuvieron una coreografía ideada de antemano.

Ya caía el sol cuando miles de personas llegaban allí para expresarle su apoyo luego de que, en un memorable acting kafkiano, el fiscal federal Diego Luciani pidiera para ella, durante el juicio oral por las obras públicas en Santa Cruz, nada menos que 12 años de cárcel y su inhabilitación de por vida.

A pesar de que la multitud no exhibía belicosidad alguna, de pronto fue envuelta por un centenar de uniformados con cascos, escudos y machetes. Era la Policía de la Ciudad. Aquella aparición anticipó apenas por segundos, como en un paso de ballet, la llegada de una escuálida horda de provocadores. Ellos alternaban insultos y consignas macristas con el lanzamiento de piedras. Fue la señal para que los mastines humanos de Horacio Rodríguez Larreta pasaran a la acción. ¿Adivinen sobre quiénes? Aquello incluyó bastonazos a mansalva, gases lacrimógenos y la detención del diputado provincial del Frente de Todos (FdT) Adrián Grana.

¿Acaso los civiles que secundaron la represión eran simples ciudadanos autoconvocados? En realidad pocos advirtieron la presencia en aquel lugar de dos sujetos no muy conocidos por la opinión pública, quienes llevaban la voz cantante: el exbrigadier Vicente Autiero quien integró el Gabinete ministerial de Bullrich (siendo el artífice de la represión del 18 de diciembre de 2018 ante el Congreso, durante el debate por la reforma previsional), y Ulises Chaparro, el caudillejo de los JR.

En sincronía con aquel acontecimiento, el inefable Sánchez manifestaba desde una cuenta de Twitter su disgusto por la condena solicitada por Luciani. Ocurre que le parecía muy liviana. Y pedía para CFK la «pena de muerte».

Ya se sabe que, 10 días después, el bueno de Tedi estuvo a punto de convertir el anhelo de aquel cavernícola en una realidad.

El asunto es que –según reveló el periodista Paulo Kablan por C5N ese mismo jueves– Sabag Montiel participó, cuatro semanas antes, del «escrache» de los JR a Grabois en la zona del Congreso y, al día siguiente, del ataque a la camioneta de Massa en el Museo del Bicentenario. Vaya, vaya…

También resultó notable que, a las 20:48 de aquel día, Tedi apareciera en un móvil de Crónica TV para denostar justamente a Massa y CFK.

¿Acaso también participó de la provocación fogoneada el 22 de agosto por los JR en la esquina de Juncal y Uruguay? Habría que saberlo.

Desde luego que aún sigue en pie el misterio en torno este lumpen, cuya ideología neonazi la lleva a flor de piel, y en un sentido literal (con tatuajes del sol negro, el martillo de Thor y la cruz de hierro).

¿Acaso la tragedia histórica que estuvo a punto de desatar fue instigada por voces que oía en su cerebro o encarnó el instrumento real de un complot?

Es posible que la dupla formada por la jueza María Eugenia Capuchetti (cuyo nombre figuraba en la «servilleta» de Fabián «Pepín» Rodríguez Simón) y el fiscal Carlos Rívolo (artífice de 923 denuncias contra CFK) no tengan la voluntad de llegar tan lejos como para dilucidar esta cuestión.

Sea como fuere, la de Fernando Sabag Montiel constituye, a todas luces, una acción política, en un contexto donde, desde algunos medios, desde las redes sociales y desde las bocazas de cierta dirigencia, se reclama la muerte a gritos.   «