«Los arboles tienen frutos extraños, sangre en las hojas y sangre en las raíces, cuerpos negros colgando en las brisas del sur, frutos extraños colgando de los álamos” (Billie Holiday)

Hace solo una semana estábamos hablando del crimen del kiosquero, los medios hegemónicos repetían esa historia y hacían demagogia punitiva sobre los menores de edad, para darles en bandeja a los candidatos de la derecha unos pocos votos de último momento. Y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, los mismos medios hablan del asesinato del joven Lucas González, baleado en la cabeza por la Policía de Ciudad; es decir, una víctima más de la violencia institucional en democracia.

Hay veces que las cosas suceden de este modo: uno planta el fruto en un lado, y el fruto nace en otro lado. Y nace envenenado, extraño. Porque hay un puente que conecta a La Matanza con Barracas, y ese puente es el huevo de la serpiente, el discurso del odio que, sembrado en un lugar, permite la brutalidad policial y el gatillo fácil en otro lugar.

Si la receta no funcionó de mucho en La Matanza, escenario del crimen del kiosquero, donde terminó arrasando el oficialismo, sí funcionó en Barracas, donde ese tipo de climas generados tienen un rebote inevitable, como mensaje que potencia y legitima el accionar abusivo y letal de las fuerzas de seguridad en los territorios. Y en esto, todas las policías son receptoras de ese mensaje: las de provincia, las de ciudad, las federales. Esta vez la que más rápido escuchó el mensaje, ese canto de sirena, fue la Policía de Ciudad.

Ya lo vivimos durante el Macrismo con la doctrina “Chocobar”, usar un caso para que la política le dé un paraguas a las policías para actuar sobre seguro y no cumplir con los protocolos de uso de armas en un Estado de Derecho. Vale decir, flexibilizar las pautas del uso de la fuerza, institucionalizar la justicia por mano propia. Después, bajo el paraguas del mensaje, viene la seguidilla de casos.

Las historias del gatillo fácil y la violencia institucional tienen una larga trayectoria comprobada entre discursos del odio (desde el “meterle bala a los delincuentes” de Ruckauf y Rico, a las actuales bravatas de Berni haciendo alarde sobre la cantidad de bajas en su gestión, hay correlato). Me estoy refiriendo a los “marcos discursivos legitimantes” que directa o indirectamente generan un clima de eliminación social de esos frutos extraños que brotan por cualquier lado. Los pibes pobres, morochos, de las periferias urbanas; que -por las dudas- son considerados peligrosos y se tornan blancos móviles de esas policías.

Entre 2015 y 2020, existen alrededor de 500 casos similares, diría que bastante calcados. Algunos más resonantes que otros. Así lo computan algunos organismos de derechos humanos (Correpi, CELS, CPM), y la poca estadística que –no ingenuamente- sigue siendo opaca.

Los patrones de estos crímenes perpetrados por la violencia de Estado obedecen a dos modalidades en la forma de “muertes anunciadas”. Se trata de homicidios de adolescentes ocurridos casi siempre tras supuestos enfrentamientos (falsos negativos), en muchos de ellos los miembros de las fuerzas de seguridad no están cumpliendo actos de servicio, desenfundan su arma reglamentaria y ejecutan sin más. Las circunstancias suelen ser anómalas, pues hay pocos testigos, ocurren en zonas alejadas, aparecen o no aparecen armas en las manos de los adolescentes y -en este último caso- no se realiza dermotest o directamente el mismo da resultado negativo, no hay signos de violencia física; las vainas o proyectiles que se secuestran suelen ser del arma policial.

En la mayoría de estos casos a los que refiero (y en esto parece coincidir el crimen de Lucas) la bala ingresa por la espalda y ocurre a la distancia. La zona perforada es la nuca, el omóplato, la sien (lugares letales).
Y el mismo procedimiento judicial: el personal de seguridad sospechado es demorado, trasladado a la Fiscalía y allí se le recibe declaración indagatoria. Un abogado asesora legítima defensa, luego se expone ante el Fiscal que el uso del arma se debió a la necesidad de evitar un robo o fue en legítima defensa propia o de terceros. Es decir, la policía refiere que creyó que su vida estaba en peligro y por eso actúa ejecutando a una zona corporal letal (el crimen del joven Rafael Nahuel es paradigmático en este sentido).

Vimos que la profundización de la demagogia punitiva ni siquiera vale para tiempos electorales, y en la guerra cotidiana contra el delito tiene costos altísimos entre los sectores vulnerables. Principalmente sobre los jóvenes pobres, siempre las víctimas propiciatorias de este sistema de la crueldad. Y esto se aprecia en saldos humanos que se invisibilizan, fragmentan, silencian o caen bajo la lupa judicial del “exceso”, y no de la “sistemática” de casos.

Si se visibilizara esa “sistemática de casos”, demostraría que estamos ante una estructura de prácticas e imaginarios que validaría o fomentaría la ejecución policial sumaria y extrajudicial. Tal como ha ocurrido en muchos países centroamericanos (Colombia, Salvador, México, Brasil, etcétera), en el relajamiento de los controles de uso de la fuerza letal se construye un “aval”, un sistema de prácticas “permitidas” que son también pedagógicas y reproducen idiosincrasias en los cuerpos policiales.

La solución a estos problemas debe venir de la mano de reformas policiales serias, como la iniciada por el entonces Ministro León Arslanian en Provincia de Buenos Aires en 1998 y 2006, con controles eficaces sobre el uso de la fuerza y la letalidad. Con eficaz e independiente intervención de asuntos internos. Un cambio drástico en el tratamiento de los medios de la cuestión del delito y los jóvenes. Una actividad robusta de parte de mecanismos judiciales contra la violencia institucional.

Por último, es fundamental la sanción de una “Ley Nacional contra la Violencia Institucional” como la que guarda el Congreso de la Nación y fue presentada por el diputado Leo Grosso el año pasado. Que incluya patrocinio a las víctimas, un observatorio o registro estatal de casos, apoyo económico y psicológico para los familiares, etc.

El autor es abogado y ex defensor penal juvenil.