A diferencia de otras personas que ejercen el mismo oficio, Norberto Jansenson no se resiste a que lo llamen mago en vez de ilusionista. Para él la magia existe más allá de los trucos. Quizá su relación con René Lavand, de quien fue discípulo y amigo durante 25 años, sea una prueba de que hay magia también fuera de los escenarios. De ese vínculo que marcó su vida da cuenta en La mano mágica (Híbrida Editora). En él elude todos los lugares comunes que podrían esperarse de un discípulo que escribe sobre su admirado maestro, comenzando por la tentación de sacar rédito propio.

Mago al fin, Jansenson logra hacerse desaparecer a sí mismo para que a través de la lectura vaya emergiendo la figura de Lavand, no solo el que hacía milagros con los naipes con una sola mano, el que recorrió el país y el mundo a bordo de una baraja, sino, sobre todo, aquel que era un sabio silencioso cuando se bajaba del escenario. Ese que se sentaba a la puerta de su casa tandilense a contemplar un cerro y reconocer el canto de los pájaros convencido de que la vida es la forma suprema de la magia.

La mano mágica no es el típico libro que se esperaría de un discípulo de alguien como René Lavand. No contás cómo te enseñaba trucos, no guarda un orden cronológico, cada capítulo podría ser leído como una historia independiente. ¿Qué te planteaste al escribirlo?

–Me alegra mucho tu inquietud (risas) porque, a veces, todas las personas pasamos de largo por un montón de cosas que creemos que hemos visto, disfrutado y conocido y apenas hemos rasgado una pequeña superficie de todo un mundo que hay debajo. Mi relación con René duró 25 años. Se transformó en mi amigo y un poco en mi abuelo postizo. Al mismo tiempo, tengo una vida que creo que es rica, porque soy un buscador permanente del sentido de las cosas, de la verdad escondida bajo capas y capas de información. Soy un apasionado de la literatura, del cine y del teatro de toda la vida y admirador de la construcción creativa de los hechos, en un mundo donde todo se ha dicho mucho y de diversas maneras. Entonces no quería hacer un libro más, no quería decir “este es el señor René Lavand, me enseñó estos trucos, lo conocí así, ésta era su mujer, así era su casa. Quería hacer literatura, porque soy un amante de contar historias y de que me las cuenten y sé por el entrenamiento que he tenido a lo largo de mi vida que uno puede contar historias de infinitas maneras. Entonces, por qué las vamos a contar de una única forma. Como decís, cada capítulo del libro se puede leer como si fuera un cuento y yo quería que cada historia fuera íntegra, que tuviera su propio mensaje. Decidí entonces mezclar la baraja y estructurar los capítulos como quedan mezcladas las cartas cuando en nuestro trabajo las disponemos sobre la mesa.

–¿Y en cuanto a la escritura en sí?

Me valí de las herramientas que nos provee la literatura para jugar con esos mundos y estructurarlos a veces de una manera que nadie espera. Al mismo tiempo, quise hacer un homenaje a mis escritores y escritoras favoritos para que esas voces reverberaran en la narración. Carver es un maestro en escribir cuentos en los que parece que no se está diciendo nada y, sin embargo, se están diciendo muchas cosas. En La mano mágica lo que no se dice, como lo que René me enseñó y muchas otras cosas, está dicho en lo que no cuento. Si seguís el orden cronológico, en el tono que usa el narrador para describir lo que va sucediendo con su maestro, te das cuenta de que, cuando lo conocí a René, no me animaba ni siquiera a hablarle. Titubeaba para decirle «soy Norberto Janseson y quiero ser su discípulo». Él me echó de un camarín. ¿Cómo pasamos de eso a que me pidiera un consejo, lo tomara en cuenta y lo aplicara al día siguiente?

–¿Cómo?

–Bueno, hay veinticinco años de distancia entre una cosa y la otra y, evidentemente, todo lo que él me enseñó está puesto en quien soy. Por eso, no hace mucha falta decir que él que enseñó esto o lo otro. Quería que en el libro pareciera que no me enseñó nada.

–No creo que en el libro se vea eso, sino que para vos la palabra maestro, como lo llamás, está cargada de un sentido que no tiene que ver con la transmisión de una destreza, sino con un aprendizaje relacionado con la vida misma. Decís maestro en un sentido oriental.

–Creo que la práctica de la meditación zen que hago desde hace 30 y la de las artes marciales, que hago desde hace 20, me hicieron mirar el mundo y la relación con quien llamamos maestro, maestra o guía de otra forma que no es la occidental. En Occidente no se acostumbra a tener un maestro o maestra a lo largo de la vida. En general, uno hace un curso, un retiro, pero no se tienen maestros para toda la vida. Se puede tener un psicólogo durante una cantidad de años con el que uno va a hablar de cosas muy específicas, pero el psicólogo no se mete en determinadas cuestiones, no te acompaña en el desarrollo de tu vida cotidiana. El maestro es una especie de  padre-madre incondicional que no está contaminado por ese chiquitaje de la carga del árbol genealógico. Alguien dijo que estar con grandes personas nos hace mejores sólo por respirar el mismo aire que ellas. Yo nunca me habría sentado a contemplar un cerro y a reconocer el canto de los pájaros si no hubiera sido al lado de René. Ni mis abuelos, ni mis padres ni mis tíos se sentaban a contemplar un cerro ni nada durante horas. Me parece un privilegio que, además de haber tenido padres que me han educado mucho, abuelos y tíos, haber tenido maestros. Los maestros están en todos lados, a la vuelta de la esquina, pero la gente los desaprovecha. Por lo general, son personas que, a su vez, han tenido la posibilidad de que alguien les enseñe y los acompañe y se sentirían honrados de poder transmitir eso. Pero muy pocas personas les hacen preguntas, porque vivimos en un mundo de respuestas, no de preguntas. Charly Brown fue mi primer profesor, mi primer entrenador. René fue mi maestro.

–Me pareció un libro cargado de silencio. ¿Lo sentís así?

–Sí. Fue muy difícil para mí transmitir el silencio en un libro que es algo que está hecho, básicamente, de palabras. En la versión que le mandé a la editora, Marina Mariasch, en el medio de un capítulo había espacios en blanco a propósito para denotar el paso del tiempo o un silencio largo, un vacío, un vértigo. Tuve una discusión interesante con el director de la editorial, Sergio Criscolo, respecto de esos espacios. Él me dijo que en literatura los silencios no se muestran así, sino que se escriben de un modo determinado para que el lector lo perciba. Yo carezco de algunas herramientas porque no me considero un gran escritor ni tengo mucha experiencia escribiendo libros. Lo que le pedí entonces es que el corrector viera si había algunos de esos espacios que valía la pena conservar. Se conservaron solo algunos y eso me puso contento porque veo que se pudo transmitir el silencio sin dejar en blanco una página completa.

El autor analiza su vínculo con Lavand.
Foto: Diego Diaz

–¿Había mucho silencio en tu relación con René?

–Sí, pasaba mucho tiempo sin hablar. Al principio era muy incómodo y nunca dejó de serlo, pero lo fue menos a medida que pasó el tiempo. En un momento digo que ese silencio era un peaje que yo tenía que pagar para acceder no a la palabra, sino a otros silencios, a otros mensajes que él transmitía. A veces daba la sensación de que René no estaba ahí. Pero luego, quizá tres años más tarde, decía algo que me hacía saber que realmente había estado. Pero a veces era muy duro viajar cinco horas y pico en el micro que me llevaba a su casa en Tandil para pasarse 12 horas de vigilia de las cuales nueve o diez eran de silencio. Hoy utilizo mucho el silencio en mis espectáculos, en mis presentaciones, en mis charlas. Lo siento como un regalo que recibí y que, a la vez, le puedo hacer a personas que van a un teatro y que, a lo mejor, en sus vidas no tienen un minuto de silencio nunca. Que en un teatro, que es un lugar silencioso, alguien te regale un tiempo de silencio me parece algo muy mágico. Y eso lo aprendí con René.

La mano mágica sorteó una trampa en la que me parece que es muy fácil caer que es la vanidad. Si fuiste el discípulo de un grande, se supone que también lo sos. Pero nunca asumís ese papel.

–Más allá de que no creo ser así en ningún aspecto de mi vida, le pedí a la editora y me ocupé de que el libro estuviera limpio, que no hubiera nada de eso. Como decís, a lo mejor era una trampa en la que es fácil caer, pero confío mucho en la gente que me ayuda y que supervisa el trabajo. Había otras trampas en las tampoco quería caer. No quería caer en el libro de estructura fácil con la sorpresa en la última frase del capítulo, tampoco quería usar palabras ampulosas y no quería ser yo el protagonista. La editora me dijo que había algunos momentos en que era necesario que yo contara más sobre mi mirada. Por ejemplo, en el capítulo en el que camino por la feria de trucos de magia en el Congreso. Quería mostrar allí todo lo que es el mundo de la magia y también todo aquello a lo que René no se parece. Es un mundo totalmente fascinante con el que se quedan el 99, 9 % de los magos del mundo por resto de sus vidas. Quería que la gente dijera «esto es maravilloso», pero que después apareciera René a mostrar, como digo en el poema, que hay otro mundo, un mundo diferente que es imposible explicar en prosa. En ese momento era necesario que yo fuera el protagonista, pero un protagonista amoroso y generoso en el sentido de mirar no para mí, sino para los lectores a los que les cuento la historia. Tenía que haber algunas opiniones mías, pero no muchas. Había mucho trabajo que hacer. Pero por suerte me sentí muy acompañado en eso.

–¿En qué consiste la magia más allá de los trucos?

–René decía que era una forma de agregarle belleza al asombro, yo creo que no hay que agregarle, sino devolverle la belleza que el mundo le ha quitado. Los artistas tienen el privilegio de recordarnos lo que hemos olvidado, de devolvernos lo que hemos perdido. Creo que de eso se trata el trabajo que René me ayudó a aprender.

La portada de un libro mágico.
Crear mentiras verdaderas

-¿Por qué sos mago?

-Hay dos respuestas para esa pregunta. La primera es que, como a todos los niños me regalaron juegos de magia, vi muchos magos y un día mi papá me trajo una tarjeta de un mago que enseñaba, me llevó al Bazar Yankee y me compró los primeros trucos profesionales.

-¿Y la segunda respuesta cuál es?

-La segunda respuesta  es que vengo de una familia que históricamente ha guardado muchos secretos, porque mi tía Noemí, que era mi madrina, desapareció secuestrada por los militares estando embarazada de tres meses. En mi familia me dijeron que se había ido de luna de miel a Europa y que nunca más había escrito. Entonces creo que en algún lugar recóndito de ese inconsciente, al que a veces podemos acceder en los sueños y en determinados momentos de la vigilia, interpreté que yo quería ilusionar o quería mentir de otras maneras más nobles que la manera del miedo. Mi familia creaba una realidad diferente, menos dolorosa. Yo también cuento historias y creo mundos para los públicos, pero advirtiéndoles que esos mundos son ilusorios y que ellos después tienen que decidir qué quieren hacer con ellos. Es una manera de transformar el derrotero del árbol genealógico.

Un rasgo de personalidad

–René no era complaciente, ¿no?

–Resultaba difícil acceder y tratarlo, si uno no podía hacerse una composición del lugar de frente a quién estaba. Una de las cosas que aprendí en publicidad, teatro y artes marciales es a urdir la forma de comunicación dependiendo de quién va a escuchar. No soy como el camaleón, sino que utilizo mi energía de acuerdo con quién es mi compañero de práctica. Por eso puede colocarme en un lugar que permitió que René se abriera y me adoptara. Lo he visto rechazar y cerrarse frente a gente que lo trataba de forma excesivamente condescendiente o complaciente, que transmitía admiración desde un lugar que imponía más distancia que acercamiento o que quería ponerse en el mismo lugar que él aunque hubiera miles de diferencias. Lo he visto mirar para otro lado durante toda una cena con magos en un congreso de magia. Recién cuando quedábamos cuatro o cinco y nos íbamos acercando, por ahí decía una frase que sorprendía a todos sobre lo que había escuchado durante esa cena.