Más que inquietante, la suspensión de certezas, lo que no se entiende o queda sin explicación, resulta un estado de excepción frente a la tiranía de la información permanente. Quizá hoy a las infancias se les expliquen demasiadas cosas o se les faciliten los instrumentos para acceder a todas las respuestas, sin mediaciones. En los relatos de terror, por el contrario, la incertidumbre puede iluminar, después de un largo asedio, el universo de lo misterioso.

Zombis, fantasmas, monstruos y vampiros deambulan por estas historias que en la actualidad resultan cada vez más convocantes para los lectores más chicos. Como un tesoro que hay que conquistar, el terror permite formular preguntas acerca de aquello que despierta temor y lo monstruoso que puede ser crecer. Aunque no respondan a las claves del género, películas recientes como Red o Luca, en donde unos protagonistas al borde de la pubertad se transforman en seres sobrenaturales, también pueden ser ilustrativas: representan una manera más amigable, metafórica, de hilvanar los miedos que trae aparejado ese proceso de metamorfosis vertiginosa que es la adolescencia.    

Mucho tiempo ha pasado desde que en 1928 Vladimir Propp desarrollara el análisis estructural del cuento en su libro Morfología del cuento y que en 1976 Bruno Bettelhem publicara Psicoanálisis de los cuentos de hadas analizando los cuentos de hadas clásicos en clave psicoanalítica. Estos autores abrieron un camino para centrar la atención sobre el cuento reflexionando acerca de su morfología y su función.


Más contemporáneo, Arthur Frank en Dejar respirar a los cuentos (2010) analiza el modo en que los cuentos contribuyen a la construcción de nuestra identidad narrativa, tejen los hilos de las relaciones sociales y producen vida social: “puede que los cuentos no respiren de manera real, pero pueden dar vida (…): actúan sobre la gente, afectando lo que la gente percibe como real, como posible, como digno de hacerse o de evitarse”, destaca el autor. Mientras, Jack Zipes, uno de los más destacados folcloristas que se ha especializado en cuentos de hadas a nivel mundial, escribe en Romper el hechizo (2001): “El trabajo cultural con niños debe partir de una perspectiva crítica de la producción y las condiciones de mercado de la literatura, y esto implica usar la literatura fantástica y realista para concientizar a los niños de sus potencialidades y para que registren las contradicciones sociales que frustrarán su pleno desarrollo. Cualquier otro enfoque lleva a ilusiones o engaños. Así un compromiso humanitario concreto en beneficio de los niños implica utilizar la literatura existente de todo tipo y, a la vez, crear formas nuevas, más emancipatorias, para que las falacias y los méritos de la literatura se vuelvan tan evidentes como las falacias y los méritos y las falacias de la sociedad”.

En el panorama actual de la literatura infantil y juvenil argentina, hay una amplia y diversa variedad de opciones en cuanto a la literatura de terror. Aunque todas comparten la vocación por trabajar a partir de los miedos y fantasías que atraviesan la infancia y adolescencia, hay tramas que parten de registros más humorísticos, como las de Mauro Serafini o “El Bruno” (el alias con el que firma sus libros), hasta narraciones como las de Franco Vaccarini y Luciano Saracino, entre muchos otros, que están construidas desde un lugar más crudo. En diálogo con Télam, este último señaló: «durante mucho tiempo no supe qué era lo que me fascinaba del terror hasta que lo entendí: me encanta que existan pócimas para matar a los monstruos, que haya universos donde pueden ser vencidos y que exista un género que se trata de enfrentarlos. Eso que yo no podía en mi vida, que no se pudo en la historia de la Argentina (NdR: se refiere a la última dictadura cívico-militar, los años en los que transcurrió su propia infancia) se pudo trasladar a la literatura y al cine. El terror, de alguna manera, es un manual para vencer a tus monstruos y a tus miedos».

Al compás de una pandemia que nos expuso a temores humanos que habíamos olvidado, la literatura de terror sea quizá la más atinada, para conjurar, desde los dispositivos de lo narrativo, ese universo inquietante que se volvió más real de lo que hubiéramos imaginado.