Siempre será un antes y un después. ¿Qué deberá pasar para que, ya no el planeta River sino el fútbol argentino entero supere los ocho años y medio de la era Marcelo Daniel Gallardo? 14 títulos, la insuperable Copa en Madrid, el piberío promovido. La certeza en las hazañas. El definitivo duelo por las afrentas del pasado.

Todo eso, y la reafirmación de la audacia, la templanza, el convencimiento en un estilo de juego, ambicioso, estético, gratificante, emocional. También ganador: de una competencia se trata y hacer más goles que el rival es el fundamento esencial.

La exaltación de la pertenencia. Orgullo y amor por una banda indeleble. Gallardo lo hizo.

Pero todo tiene un final. La inquietud se sembró en River, casi como ese nuevo césped rápido y moderno del Monumental (otra consecuencia de la pulsión Muñeco). ¿Quién podría cargar con semejante herencia? ¿Cómo sobrellevar la transición?

La ingeniería para la refundación tuvo una perla conceptual: convertir ese abismo en una continuidad. Jugada audaz, intrincada por peligrosa.

No olvidar, es fútbol: se requiere que la pelota, en lugar de rebotar en el palo, ingrese en el arco; que el chanfle halle la rosca deseada. Que se afine la armonía táctica, el desorden creativo, o ambos factores. Que el manotazo del arquero llegue con los reflejos necesarios. En fin, es futbol: creatividad, laburo y suerte; corazón, pases cortos y que los dioses se alineen. Si se suma amor por el juego… 

Martín Demichelis se calzó la mochila. Tipo del club, eso ayuda. Estilo europeo: no siempre es sencillo adecuarlo al sempiterno quilombo del fútbol rioplatense. Se dejó rodear por exsoldados gallardinos. Aceptó la mano en las sombras de Francescoli. Se subió al tren con modales educados, peinados modernos y pilchas caras. Un simbólico tach de elegancia. Su imagen supercuidada, el estadio adecuado al primer mundo. El juego del equipo. He ahí la clave…

En realidad la segunda clave. La primera, poderosa: River transitó su duelo durante el último año con Gallardo, cuando los resultados representaron una frustración tras otra, parecía no hallar el volantazo requerido, y el final era inevitable, lógico, aunque la pasión condujera al hincha a negar la realidad.

Lo bien que le vino a Micho que esa brasa no estuviera en su mayor fuego. Le dio su impronta a un equipo de estrellas, un bochorno de talento inserto en un fútbol local famélico de fútbol. Un rasgo de inteligencia y osadía: la fórmula de aprovechar la riqueza y apostar por superarla. Lo hizo: rescató a un puñado de jugadores y elevó su rendimiento; asumió riesgos, edificó una ambición obstinada, un protagonismo a ultranza;  disfruta la tenencia, come al rival hasta último aliento, lo agrede con un toqueteo propio de cancha de papi, cambio de ritmo y vértigo frenético al que sólo le falta un plus de precisión de gol, como anoche ante San Lorenzo, para que la superioridad se refleje necesariamente en goleadas.

Superó con muñeca alguna caída estridente en Brasil. Salvo el de ese lance (y otros menores), no tuvo errores groseros, propios del principiante que es. Se verá cuando lleguen las inevitables malas. Suele tentarse con meter mano constante, aún cuando la circunstancia no lo recomiende. Y tiene la billetera abultada, lo que es una ventaja crucial, tanto como una peligrosa tentación.

Borró esa angustia por la partida del ídolo. La transición no fue dolorosa, al menos por ahora. Aun cuando el 0-0 de anoche demore un logro que sólo una tragedia evitaría. Su próximo desafío será la Copa, nada menos. Enfrenta a la hegemonía brasileña, hecha con talento y dólares. Se verá si otro argentino corre la carrera. Una carrera que parece una epopeya reservada a predestinados.

Le resta un mundo para ingresar a esas banderas palaciegas. Pero quedó muy cerca de superar el primer escalón.