Estoy en Nápoles –Napoli, a partir de ahora– desde hace varios días. La pregunta que me hago todo el tiempo es por qué tardé tanto en venir.

Hagamos historia: ésta es la ciudad donde nació la maradonología, hace ya treinta y dos años. Apenas Diego fue suspendido por dóping y abandonó Napoli de la noche a la mañana –sólo para ir al célebre departamento de la calle Franklin 896 y terminar preso–, en 1991, los académicos napolitanos, más fanáticos del fútbol y de Maradona que los y las académicos argentinos, organizaron un evento de estudio, debate y homenaje que se llamó Te Diegum: Genio, Sregolotezza e Bacchettoni, un título básicamente intraducible que remite a la discusión de la regla, a la rebeldía y a la picardía. Los organizadores fueron dos: Vittorio Dini, historiador de la Universidad de Salerno, y Oscar Nicolaus, psicólogo y profesor en Napoli; y el prefacio de lo que poco después fue un libro lo escribió Gianni Miná, famoso periodista que, gracias a su defensa del Diego en sus años italianos, había ganado su confianza y amistad. La academia argentina tardó veintisiete años en hacer algo por el estilo: un Seminario que organizó el antropólogo José Garriga Zucal en la UNSAM en 2018, del que no salió ningún libro. Sólo cuando Diego murió, académicos, periodistas, narradores o simples hinchas argentinos recordaron lo que había sido el Diego –sacudidos, lo reconozco, por el estremecimiento popular que causó su muerte– e inundaron en menos de un año el mercado editorial.

En esos libros, los argentinos nos hemos jactado de nuestro amor por Diego. Nadie que pise las calles napolitanas puede dudar de que, al lado de los locales, los argentinos apenas le tenemos un gran aprecio y que eso está, incluso, disminuyendo. De esto estuve hablando con los y las colegas napolitanos en estos días: la versión de la canción “Muchachos” que, según las fuentes, fue reescrita por los jugadores en el avión de regreso, lo invoca para que “descanse en paz”. Los napolitanos no desean que Diego descanse en paz: lo tienen y lo quieren incorporado a su vida cotidiana. Es imposible –no es una exageración, no es una hipérbole: es un dato minuciosamente literal– dar un paso en esta ciudad sin toparse con una imagen de Diego, con pintadas en los muros, con altares informales, con, incluso, reliquias vueltas símbolos religiosos: en el famoso bar El Nilo se atesora, presuntamente, un cabello de Diego, guardado celosamente en una pequeña caja de vidrio y rodeado de otras imágenes.

Es que, para colmo (como todo el mundo sabe), el Napoli acaba de salir campeón de Italia, ganando el tercer Scudetto, el primero sin Diego –que los llevó a ganar los dos anteriores entre 1987 y 1990. Luego de su salida, el Napoli llegó a peregrinar por el descenso –hasta la tercera categoría–, para renacer de las cenizas y volver a triunfar en estas semanas. El tercer Scudetto, sí; igual que nosotros, la tercera Copa llega luego de la muerte de Diego –el número 3 está, también, por todos lados, como nuestras tres estrellas. La diferencia es que no hay una sola imagen de conmemoración del triunfo napolitano en toda esta ciudad –lo repito con mucho cuidado: no hay una sola imagen– que no añada el rostro de Maradona. Joven, flaco, gordo, viejo, afeitado, barbado, con la celeste del Napoli o con la celeste y blanca o con la de Boca, serio o riendo: no hay otro rostro que se vea tanto. He visto las caras de todos los jugadores –hasta el pobre Cholito Simeone, suplente perseverante, tiene algún banderín por allí–; inmediatamente al lado de, pongamos, Víctor Osimhen, el gran goleador nigeriano, está Diego. Esa presencia pasa por derivas a veces más previsibles: por ejemplo, que la gran estrella georgiana Khvicha Kvaratskhelia sea apodado Kvaradona. O más imprevisibles: que un equipo de documentalistas georgianos que está aquí para filmar el amor napolitano por el zurdo, enterado de que había un argentino dando vueltas, haya querido entrevistarme para que hable sobre su relación con Diego –aunque apenas lo haya visto jugar quince minutos por la tele y no pueda pronunciar su apellido.

Todo Napoli está embanderada en celeste y blanco. ¿Repito esa coincidencia? El color napolitano es lo que ellos llaman azurro, sin distinción lingüística entre el celeste de la camiseta local y el azul de la nacional. Pero la gama del celeste es obvia para un ojo argentino, y está combinada con el blanco. En síntesis: toda Napoli parece una bandera argentina, y para remate está coronada con el rostro de Maradona en absolutamente todos los rincones. ¿Es que los napolitanos festejan la Copa de Qatar? No: celebran, el día entero, el amor descomunal que tienen por Diego. La ligamos, por decirlo así, de rebote. “Di dove sei? Argentino? Come Maradona”, siempre con una sonrisa enorme, de felicidad desparramada. Mi amigo Luca Bifulco, sociólogo joven y local, que es hoy el más importante estudioso del fútbol italiano, me señala que, antes del Scudetto, el amor por Maradona se estaba volviendo generacional: los que no lo habían vivido –recuerden: han pasado treinta y dos años de su salida– marcaban una diferencia gramatical. “Noi” e “loro”, nosotros que no lo vimos y ellos que sí. El Scudetto reacomodó las cosas: el amor por Maradona, la fidelidad de esa pasión, había sido otra de las razones del éxito. Por las dudas, los jugadores tocan, además, el pie de la estatua de Diego que está en el vestuario del estadio antes de salir a jugar.

Hay mucho más para contar: por ejemplo, el odio minucioso contra la Juventus como ejemplo del racismo y el desprecio del Norte rico, y también de la deshonestidad del poderoso. Pero prefiero cerrar con lo que mi colega Luca llamó jocosamente “correlaciones espurias”, sociológicamente imposibles y que sólo pueden limitarse a la creencia: tras la muerte de Diego y su ascenso a los cielos, sus dos grandes equipos –perdón: Boca no entra en esa lista– salieron campeones por tercera vez, por primera sin él. Los napolitanos agradecen todo el día esa mediación. Los argentinos parecemos haberla despreciado.