Pasó esta semana. Y aunque por estos pagos, las horas escupen noticias de modo casi compulsivo -a veces, enloquecedor- el recuerdo insiste en apoltronarse en el presente y rebotar, una y otra vez. Así, tal vez fortificada por el tiempo y por sobrevivir entre los escombros del macrismo, vuelve a resonar la frase: “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas, creyendo en valores y convicciones a los que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada.”
No sólo se trató de una expresión de deseos. No fue sólo una emocionante retórica.


Ese hombre que con su acción, sus mocasines gastados, su siseo, su atrevimiento, su desparpajo y su energía aplicada en extremo a la acción política, extendida en la gestión y en la ruptura con el poder establecido, abrió grifos de donde surgieron sueños prohibidos y abrió ventanas para poder soñarlos.


No es poco sintomático que ese recuerdo resurja en estas horas en las que se reclama una épica ausente.
Ese hombre, esa conmovedora pintura dibujada en los baldosones de la Plaza de Mayo, muy cerca de los pañuelos. Una sonrisa enmarcada en luces y sombras de velas que le dan un halo mágico. Quedará como un símbolo eterno la imagen de ese tipo arremetedor asumió en 2003 con 22 % de votos, 54 % de pobreza y 150 mil millones de deuda. Al día siguiente de conmemor su fallecimiento, se recuerda el triunfo electoral de su esposa en 2007 y aunque restaba la implantación de la AUH, la recuperación de Aerolíneas e YPF, el fútbol para todos, el fin de las AFJP, la ley de medios, la de matrimonio igualitario, entre otras, su gobierno, también pasando un tamiz severo, tendrá siempre el sello incontrastable de haberse plantado ante el FMI y habérnoslo quitado de encima. Entonces y ahora piden más de lo tolerable: siempre lo hacen. Imposible soslayar el recuerdo en estas horas en que Alberto Fernández enfrenta una pulseada similar, con leones que se asemejan a buitres y que sólo contemplan los códigos que impone la fuerza del dinero.


¿Qué correlación de fuerzas tenía Néstor Kirchner en su epopeya? ¿Qué espacio le permitió a lo imposible, aunque en su accionar disruptivo jamás haya dejado de tejer las relaciones más impensadas, incluso las menos simpáticas o “políticamente correctas”? Abrazó a las clases populares como lo hizo con las Madres y las Abuelas. También al poder real, aunque ahí entabló una disputa franca, tan crueles y despiadadas como son esas batallas. Sabía jugar de anticipo y si debió dar más de un doloroso paso en retroceso, se notaba la intención del contragolpe certero.


No todos los que lo recuerdan hoy, no todos los que admiten que abrevaron en él, caminado a su lado, se animan a replicarlo fielmente. Claro que él no debió traspasar una pandemia; Que Lula está regresando y que no están ni Chaves ni Fidel. Que los enemigos también aprenden la lección. Que pasaron dos décadas y nadie es igual a nadie, ni las situaciones políticas y sociales son idénticas. Pero él sabía que, antes que nada, el peronismo con hambre no es peronismo (Feimann dixit). Al mirarse en su espejo, la devolución no puede ser otra que salir rompiendo con arrojo y convicciones.


Tal vez sea apropiado recordarlo por estas horas cuando actitudes polémitas y enfrentativas como las de Feletti son tan discretamente apoyadas, aun entendida como medida transitoria. O cuando, para remedar una derrota electoral, la alternativa fue una campaña en la que muchos se preguntan con lógica: ¿este spot es de Juntos o de Todos?


Tal vez impere la opinión que la nuevas elecciones que dificultosamente sean vindicatorias del accionar del gobierno.


Los factores de poder enemigos nunca son inocentes carmelitas. Incluso esta oposición fragmentada que por acción u omisión abre todos los caminos a Larreta, mientras debate un liderazgo insólito de quien, designado como su “mejor lacayo” terminó chocando la Ferrari. Así como a ese poder con tremendas pujas internas lo moviliza el negocio y la posibilidad de multiplicar ganancias, a esa oposición política, el odio. Son especialistas en dar golpes, con la modalidad que quepa. Y no la van con remilgos.


Mientras, sale al ruedo Marc Stanley, como un remedo de un Spruille Braden de estos tiempos, con la misma repugnante soberbia, con increíble desparpajo: viene a dar órdenes, exigir un “plan marco”, un acuerdo con el FMI y a devolver la deuda. Qué tupé. Sabrán los argentinos, sabrá su gobierno elegido por el pueblo, sabrá ese pueblo exigirle modos de negociación a su gobierno para que no signifique más hambre, desocupación y pobreza, sino menos. Nos bancamos suficientes esbirros. El senador Parrilli, al menos, le pidió que no se entrometa. El gobierno todo debería plantarse sin demora ante a un irrespetuoso que viene a tratar a un país como un «hermoso autobús turístico al que no le funcionan las ruedas». A los enemigos ni justicia, se dijo alguna vez…


Mientras, un paisano suyo, al frente de una de las potencias mundiales, da muestra de turbadora debilidad al rogarle a los ricachones que constatada la “mentira de la teoría del derrame”, please, “paguen lo que corresponde” tras admitir, que “en los últimos años las 55 corporaciones que generaron más ganancias, pagaron cero en impuestos”. Biden, luego, pide disculpas dice: “No quiero castigar a los exitosos. Soy capitalista”.


Mientras, un director de la ONU, David Beasley, advierte que el 2% de las fortunas de Elon Musk o Jeff Bezos resolvería el hambre en el mundo. Que con la dádiva del 0,36 % de su patrimonio salvarían a 42 millones de personas. ¿Ante semejante obscenidad, no es absurdo solicitarles amablemente que no sean tan malnacidos?


El pasado enseña. Una noche de 1973, Juan Perón, que sabía de estas cosas, dejó otra frase que será eterna: “Cuando los pueblos agotan su paciencia, suelen hacer tronar el escarmiento”.


Ni se imaginaba que un nieto de un tipo que lo amó a él y a Eva iba a pintar en letras de grafito, en un murallón porteño, más bien tirando al sur, un pensamiento que sintetiza la pasión popular: “Nestoricemos la política, nestoricemos la vida”.