El ejercicio de la memoria casi nunca es lineal, y recuperarla muchas veces implica una labor, en cierta manera, arqueológica. Entonces, se busca entre lo vivido, hasta que se encuentra un recuerdo, se lo desentierra, y se lo pule para traerlo al presente y narrarlo.

Algo de esa labor, no exenta de dolor, pero también con humor, ingenio y ternura, emerge en “Batallón Puloi. Del metegol a la trinchera” (Caserío Ediciones), una colección de relatos breves en las cuales Oscar Alberto Luna revisita, a modo de instantáneas, como si fueran fotografías, partes de un recorrido que lo llevó de ser un pibe de Carapachay, en la zona norte del Conurbano bonaerense, a transformarse en soldado conscripto que participó en la guerra de Malvinas, y luego, en veterano.

Licenciado en Psicología (UBA) y guionista, Luna encontró las herramientas para ponerle palabras a ese silencio sobre lo vivido que pesa como una lápida en las almas de muchos ex combatientes argentinos. “En realidad, fuimos pibes y volvimos veteranos. Lo que trato de contar es esa transición, entre ir pibe y volver veterano. No sé si es tan bueno ser veterano con 60 años, como tengo ahora, menos con 20”, contó Luna a Tiempo, en su consultorio del barrio porteño de Villa Urquiza.

Como soldado conscripto de la Armada Argentina, Luna formó parte de la dotación del buque ARA Bahía Buen Suceso, participó de la creación del Apostadero Naval Malvinas, en Puerto Argentino, para luego ser destinado a ocupar posiciones de combate en Península Camber.

“El título intenta rescatar algo que sucedió cuando estábamos en el barco Bahía Buen Suceso. Con 18 años, nos constituimos en estibadores… se trabajaba mucho, y en algún momento apareció la posibilidad de formar parte de la dotación de los que limpiaban el barco (sonríe). Por supuesto, era un trabajo mucho más liviano, y que nos permitió otra forma de relación entre nosotros y con lo que estaba pasando”, recordó. 

En esa primera etapa, los conscriptos, los pibes, comenzaban a conocerse y a juntarse por una afinidad nacida no sólo en lo generacional, en la edad compartida, sino también, en los códigos de barrio. Esa juventud les permitió mantener, al menos por un tiempo, los juegos y las bromas.

“Nunca perdimos el humor, nunca dejamos de ser adolescentes en algún lugar, siempre estábamos buscando la vuelta, aún en los momentos más complicados, de seguir sosteniendo esa posición como adolescentes. Pibes de los barrios. Cada uno tenía su disyuntiva, sus amores ahí en la vuelta, esperando la carta. Quizás quise rescatar eso, que desde un lugar común podría ser, digamos, la vertiente humana. Cómo subsiste lo humano, cuando lo que se trata es de matar o morir”, reflexionó Luna.

Así, estos pibes podían compartir un dulce de batata, conocer Puerto Argentino, jugar al pool en una casa vacía, ir a The Globe Pub, cruzarse con la TV servil argentina de aquel momento, que les pidió simular una huída para tener una buena toma de una guerra real ficcionalizada. Y encontrarse, de golpe, con la muerte, el frío, la falta de comida, las trincheras, el barro y la nieve. Y con el miedo, donde, la inexperiencia en combate jugaba su partido, con unas latitas puestas con alambre cerca de la trinchera, para avisar la llegada del enemigo.

Muerte, vuelta, silencio

La vuelta a la Argentina, luego de pasar una semana en un campo de concentración inglés en las islas, en medio de la noche, casi ocultos, fue acaso el mayor símbolo de la mordaza impuesta por la dictadura a los excombatientes: de la derrota no se hablaba, menos de las muertes, la improvisación, la falta de alimento, los malos tratos. Lamentable y dolorosamente, muchos veteranos perdieron las palabras, la capacidad de expresar al exterior lo que les pasó. Luna, en ese sentido, recordó a Tiempo que siente “una gran responsabilidad”, porque tiene la posibilidad de decir.

“Se silenció la derrota. Entonces, los veteranos cargamos con la derrota, porque el pueblo dijo ‘podemos ganar el mundial’. En el libro tuve la oportunidad de meterme con eso, con lo silenciado… en el prólogo convoco a un historiador, Sergio Wischñevsky, para que le dé marco al acontecimiento de la guerra, así como a un psicoanalista con mucho recorrido, el jefe de Psicopatología del Hospital Piñeiro, que es Juan Dobón, para otra lectura, que es la condición subjetiva frente al acontecimiento de la guerra. Por eso, en una de las reflexiones menciono que hay ‘muertes no moridas’. Me parece que es la forma de decir que uno carga con esa muerte”.

-¿Qué es la muerte no morida?

¿Viste que uno a veces dice, de la guerra uno nunca vuelve igual? Los yanquis han metido muchas películas de veteranos de guerra que quedan en los lugares, y se juntan. Es como la referencia a eso, a ese íntimo dolor compartido. Pero, algo queda allá, definitivamente enterrado. Porque uno eligió morir (se emociona). Y uno dispuso la vida, dio su vida. Entonces, su vida quedó allá. Hay algo ahí. Por un lado eso. Y por el otro, que la muerte no le tocó a uno. Le tocó al de al lado. Muchos de los veteranos, si vos les preguntás, te aseguro que la mayoría te dicen ‘yo hubiera preferido morir allá’ (llora, carraspea la voz). ¿De qué habla eso? De una decisión… más allá de que los suicidios tengan que ver con lo silenciado, y con el no lugar que le dio la sociedad. No quiero responsabilizar, la sociedad es una cosa muy general también. Me parece que hubo decisiones en ese devenir, porque en otros lados del libro se reivindica la gesta del pueblo argentino. Reivindica la presencia del pueblo argentino, lo que levantó como pasión esa causa nacional. Sigo recorriendo las ciudades del interior, en todos hay un pueblo, una plaza, llegás a distintos pueblitos del interior, Malvinas están presentes, y las islas están presentes. No está acá en la Ciudad de Buenos Aires, pero en el interior está ese reconocimiento”.

La amistad

Entre las historias narradas en los relatos, sobresale su amistad con Juan, otro pibe convertido en soldado. La hermandad fue tan fuerte que, cuando uno tuvo fue destinado a ocupar posiciones de combate, el otro pidió ir también.

“Mi amigo Juan. No voy a poder no emocionarme (Oscar llora). A Juan lo conocí en Malvinas, era uno de los panaderos. Nos hicimos hermanos. Seguimos siendo hermanos cuando volvimos. Él era de San Isidro, yo de Carapachay. Murió un tiempo después. Creo que es un homenaje a Juan también. Porque me parece que ahí se produjo algo, desde el humor, desde el barrio, desde la empatía. Ahí creo que cambié la perspectiva de mi vida, en términos de ‘primero es el otro’. O sea, yo voy a morir por vos. Voy a morir antes que vos. Sabía que él estaba dispuesto a lo mismo, él iba a morir antes que yo. El, cuando se pudriese todo, iba a estar adelante mio. Eso es fuerte. Es una decisión compartida, de cuidar al otro. Cuidás al otro  y el otro esta también dispuesto a cuidarte a vos. Se prioriza al otro. Juan también viene a representar a muchos que no están nombrados ahí”.

Las cartas

En el libro, las cartas juegan un papel clave. No sólo porque hay dos relatos dedicados a ellas, sino también porque también se incluyen, en un anexo, misivas enviadas por Oscar a amigos y familiares desde Malvinas. Además, están también incluidos artículos con reflexiones publicadas por Luna en medios argentinos, en distintos aniversarios de la guerra.

“Las cartas que nos mandaban estaban como en un corral… mucho de eso no se trasladó nunca al frente de batalla. Después, cuando ya estábamos prisioneros de guerra, como habíamos estado ahí, muy cerca, fuimos encontrando el circuito para llegar.  Y cuando vimos esa montaña de cartas, no me olvido más (se le quiebra la voz) metí la mano así, y saqué un puñado de cartas, serían 20, 30 cartas. Y todas eran para mí. Dije, cuántas cartas me mandaron (llora). Eso es lo que recibimos. Que estuvo bueno porque, de algún modo, la vida me dio esa posibilidad de llegar ahí, de decir bueno, el otro estaba presente, por más que nunca supe que las cartas estaban ahí. Las encontré. Muchos otros soldados no las encontraron, no sabían ni que estaban ahí, pasaron por otro lado y fueron directamente al campo de concentración”, contó Luna a Tiempo.

Así, Luna supo detectar que en esas cartas, como en las donaciones y las múltiples expresiones de solidaridad, afecto, cariño, aliento desde el continente, se encontraba algo de lo mejor del espíritu del pueblo argentino. Y también estaban las otras cartas, las que él envió a sus amigos y familiares.

“Las otras cartas son las que mandé y una amiga conservó, de Carapachay, quien sigue siendo una hermana de la vida. Me dijo esto es tuyo, y me las dio, el año pasado. Hablé con la directora editorial, le dije están estas cartas, tiene un valor. Tienen valor por el lenguaje, porque es un lenguaje bastante cachivache. No es que haya mejorado mucho el lenguaje tampoco (ríe) pero ahí está muy presente lo que estaba pasando y esa cosa de decir qué mal que la estamos pasando acá, pero de todas maneras tengan confianza”.

“Si vos las leés, hay una cosa medio ambivalente, entre está todo mal, arranca el Mundial, se van a perder de mi presencia, un comentarista como yo. Bueno, eso que también nos estaba pasando. También, las cartas tienen algo de que una guerra se sabe cuándo empieza, pero nunca cuándo termina. Uno tiene ganas de que termine. Aunque, lo que termine es la vida de uno. Porque, en algún momento, se hace insoportable. Si tiene algún valor este libro, es tratar de hacer soportable lo insoportable. Tratar de hacer leíble lo insoportable”, concluyó.