Los cambios tecnológicos de las últimas décadas sacudieron nuestras vidas en todo lo cotidiano, incluidos nuestros oficios. La enorme mayoría de ellos debieron adecuarse a los transformadores tiempos de internet. Una de las profesiones que mutó de cuajo es el periodismo, en sus distintas variantes. Claro que un tema es la metodología específica de cada función, en este caso alimentada, influenciada casi infinitamente por la modernidad. Y, aunque haya quien lo considere un viejazo, otra cuestión muy diferente abarca los parámetros éticos, los principios y los escrúpulos, la responsabilidad, los patrones elementales con los que se desarrolla cada función. Que también mudaron en forma rotunda desde hace algunos lustros hasta la actualidad, no tanto por influencias tecnológicas sino más por la paulatina y decidida degradación de ciertos principios individuales. Aunque, por supuesto, no en todos los casos.

La doble vara siempre existió. También quienes ejercen la potestad de trasmitir un pensamiento distinto y aplicarlo con integridad a la profesión. Lo opuesto es ejercer el periodismo como la militancia del odio. Aplicarla, replicarla, derribar todos los límites. Y como corolario transitar la hipocresía de transferir la malicia propia al otro, de achacarle el discurso perverso que ellos mismos ejecutan.

Pero, por caso, qué tipo de periodismo hace una persona que celebra que a un ex canciller enfermo de cáncer no lo dejen viajar para recibir un tratamiento: los más viejos recordarán la ominosa frase pintada en las calles o en las mentes odiadoras (“Viva el cáncer”). O quien diagnostica terribles enfermedades por tv, sin tener el más mínimo contacto con el pretendido paciente. O el que desestima la afección sicológica de esa muchacha a la que sometieron a la más despiadada coacción mediática, sólo por ser hija presidencial.  

Qué periodismo es ser parte de operaciones variadas con el fin de direccionar voluntades electorales (Nisman, triple crimen, cientos de otros casos…) que luego se diluyen en la nebulosa. Qué periodismo denuncia con mayor o menor habilidad dialéctica que “según alguien dijo…”, sin fuentes, sin chequeos, sin la menor rigurosidad. O quien mira a la cámara y denigra con burdísimos insultos hasta al mismísimo presidente, sin respeto a la persona y menos a la investidura presidencial. Qué periodismo es denigrar a las mujeres, a las diferentes razas, nacionalidades, religiones, condiciones físicas, elecciones de vida.

Qué periodismo dice que está en contra de los escraches y luego agasaja a los perpetradores de los hechos, sólo porque las víctimas osan pensar distinto que ellos y, encima, lo manifiestan. Los que acorralan a alguien por el sólo hecho de cobrar un plan social y soslayan buena parte de sus explicaciones. O los aprietan a testigos de casos que devienen en escándalos, como denunció sin más uno de ellos hace unas horas, sin la menor desmentida. Qué periodismo es el de los oscuros personajes que se ensañan durante décadas con dirigentes (CFK, por ejemplo), le dedican cientos de tapas, sesgan sus dichos, los culpan de todos los males de la humanidad, muestran dónde viven para que los vayan a buscar…

Qué periodismo es el que hace negocios con la pobreza, con los jubilados, con los pibes, que encubre genocidios, que vive de mentiras, de persecuciones política, que es la esencia del  lawfare.

Qué periodismo es el que no rinde culto con rigurosidad a la verdad. Esta semana hubo al menos dos hechos que sirven de ejemplos emblemáticos. Uno: apenas unos medios, Tiempo entre ellos, resaltaron la desgraciada muerte de una chiquita de 11 años por un caso de desnutrición, evidente ausencia de contención del gobierno de la Ciudad, blindado mediáticamente de un modo que causa escozor. Otro: la jueza Arroyo Salgado abrió un inesperado e incómodo ventilador al denunciar a políticos cercanos a muchos de esos periodistas, de favorecer el narcotráfico, pero todos ellos, vaya casualidad, eligieron como agenda hegemónica una nueva desbordante andanada sobre Milagro Sala, claro ejemplo de hostigamiento. Como otros, sí,  aunque ella ya lleva 2409 días en condición de presa política.

En este contexto, un periodista de la vereda opuesta, Roberto Navarro, decidió opinar que el Estado debería hacer lo conveniente para frenar a ese periodismo violento. La brutal réplica corporativa fue la de querellarlo penalmente ante la Justicia representada por la turbiedad de Comodoro Py y exigir que se lo ponga bajo rejas. A quien se “atrevió” a mencionarlos por su nombre y apellido y advirtió la obviedad de que “mañana un loco puede matar a alguien”. ¿Se requiere un ejemplo más claro de intento de sometimiento cultural al poder dominante? Autoerigidos en jueces de la verdad, esos periodistas y muchas asociaciones cómplices, eligen acciones intimidantes, trastocando los roles de la víctima y del victimario. Juegan con cosas que no tienen repuesto.

El rol de los medios lleva años de un debate tan saludable como inacabable. Lo propició, aún con sus limitaciones, la Ley de Medios impulsada durante el kirchnerismo y derrumbada por el macrismo, en una de sus primeras acciones.

Denunciar a los violentos no es violencia, no es denunciar a los que respetan la verdad sino lo contrario, una explícita defensa de los que se aferran al periodismo independiente, teniendo muy en cuenta que una cosa es la libertad de expresión y otra muy distinta la de las empresas que los contratan. Tal vez lo comprendan, incluso los que manipulan esas libertades y consienten las peores aberraciones en su honor.

Jamás nos erigiremos en la vanguardia que se sube a un altar para endiosar el accionar propio. Cada uno desarrolla sus convicciones donde quiere, o donde puede, incluso en los medios hegemónicos. Así como todos cometemos errores, aunque muchos los transiten con buena fe y muchos otros con mala leche. Esa es la diferencia sustancial.  . «