Déjà vu.

Otra vez, desde sus privilegiados púlpitos mediáticos, (autopercibidos) periodistas promueven y aplauden el cierre de medios públicos y se alegran por la posibilidad de que haya despidos masivos de periodistas.

Ya lo vivimos durante el gobierno de Mauricio Macri. Ya lo estamos reviviendo ahora que la ultraderecha está por llegar al poder en Argentina.

La campaña es transparente. De nuevo se basa en difamaciones contra miles de trabajadores como las que en su momento propaló Hernán Lombardi, el incondicional político macrista que en 2018 celebró el despido masivo en Télam con una frase que quedará para siempre en la historia de las infamias sufridas por la prensa argentina: «Triunfó el periodismo».

Eso dijo cuando cientos de colegas fueron echados a la calle. SiPreBA mediante, la decisión luego fue revertida por la Justicia, pero nada compensó la angustia, la incertidumbre, la humillación, el daño moral provocado por los abusos del poder.

Acá, ahora, están de vuelta, envalentonados. Entretenedores televisivos (gracias por la precisa definición, Victoria De Masi) difunden falsos y abultados salarios de las y los trabajadores para incitar a la indignación y lograr el respaldo social a la anunciada privatización mileísta que, en realidad, sólo esconde ignorancia y desprecio hacia los medios públicos.

Claro. Con tantos medios privados a su favor, el monstruo de Frankenstein mileísta-macrista siente que no le hacen falta más canales de difusión. Tienen razón, ellos no los necesitan, así que no entienden el valor ni la importancia de medios estatales que, con sus aciertos y errores, trabajan en pos de la federalización y diversidad de contenidos. Son medios que, en todo caso, deberían ser mejorados y fortalecidos, pero no condenados al cierre con el pretexto del tan anunciado ajuste.

Las y los difamadores se prestan gustosos a la campaña contra los medios públicos a sabiendas de que ellos, con su permanente doble vara, su antiperonismo, sus opacos negocios privados (newsletters pagos, páginas web de visitas escasas y abundante publicidad privada y estatal, programas de streaming, podcast), tienen garantizados espacios estelares en diarios, portales, radios, canales de televisión y plataformas de todo tipo.

Nunca pierden. Porque en Argentina, las y los ¿periodistas? que gritan, insultan y sobreactúan ira siempre van a tener copiosos ingresos a disposición. Por supuesto que el todavía periodismo oficialista tiene afamados exponentes de este estilo, pero son los menos. Los supera ampliamente el universo de conductores antiperonistas/antikirchneristas que colman los principales medios. Son los que tienen mayor poder de influencia, los que marcan agenda a partir de una permanente doble vara siempre a favor del macrismo y hoy del mileísmo. Los que nunca transparentan sus propios intereses y han convertido la exaltación de emociones violentas y las posturas facciosas en una lucrativa empresa.

Los discursos de odio les redundan. El ataque obsesivo, lejos de todo intento de equilibro, hacia uno solo de los sectores políticos de Argentina, les garantiza clicks, seguidores, público, anuncios y repercusión. Y más contratos. Entre más se radicalizan, mejor les va. Sus audiencias los halagan y ovacionan porque les dicen lo que quieren escuchar. Alimentan prejuicios y repiten e instalan lugares comunes a conveniencia. Si el peronismo gana, insultan a los votantes porque no les importa «votar a la corrupción» y «cagar en baldes». Si el peronismo pierde, los votantes son respetables y responsables ciudadanos que por fin entendieron que había que apostar el cambio. Por enésima vez, sin tomar en cuenta la evidencia histórica que se empeña en desmentirlos, dan por muerto al peronismo.

Ni hablar de su autoatribuida superioridad moral y profesional. A las filtraciones interesadas que claramente son operaciones políticas, las presumen como riguroso y exhaustivo «periodismo de investigación». Perdónalos, Walsh, no saben lo que hacen. Patotean a quien ose evidenciar su militancia no asumida, su hipocresía, sus mecanismos mafiosos que, de tan cínicamente evidentes, a veces hasta provocan risa. Fiscalizan la pauta estatal ajena y se hacen los distraídos con la que ellos reciben. Frente a la cámara o los micrófonos, repiten en vivo, en directo y de inmediato los mensajes que sus amigos políticos les mandan a sus celulares. ¿Chequear, contrastar, investigar? ¿Qué es eso? Cuando son objeto de los discursos de odio que ellas y ellos mismos propalan, se victimizan. Alegan persecución, «campañas sucias», «operaciones». Son el meme del Hombre Araña señalándose a sí mismo. Voces que se venden al mejor postor.

Envueltos en su burbuja de prebendas, fortalecidos como las estrellas del firmamento mediático macrista-mileísta, se prestan ahora a calumniar a colegas de los medios públicos a partir de generalizaciones y campañas de desinformación. No les será fácil. No tiene que serles tan fácil.

Seguimos. «