Una foto de la agencia AFP muestra al presidente turco Recep Tayyip Erdogan llamando a votar desde un cartel publicitario en una calle de Colonia por la Alianza de Demócratas Alemanes (ADD), un partido con candidatos de origen turco y muy pocas posibilidades de ingresar en el Bundestag.
La relación de Turquía con Alemania y con Europa en general es tensa desde tiempos inmemoriales. Heredera incómoda del Imperio Otomano, que se esfumó en la Primera Guerra Mundial, la república creada por Mustafa Kemal Ataturk en 1923 nació para ser europea. Tanto es así que se incorporaron los caracteres latinos para la escritura, hasta entonces con signos arábigos. Una forma drástica de hacer borrón y cuenta nueva. Los cambios no fueron tan profundos como para llegar a la religión y ese país euroasiático sigue siendo mayoritariamente musulmán, si bien Ataturk se encargó de que el estado turco fuera laico.
Por su posición estratégica, Turquía fue clave en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para formar un cerco sobre la Unión Soviética. Y desde el inicio,  cada gobierno en  Ankara esperó en vano a la puerta de la comunidad europea el momento en que lo dejaran entrar.
La invasión a Chipre de 1974 tras el golpe progriego en Nicosia dieron una formidable excusa para posponer cualquier debate sobre la cuestión. Mientras tanto, oleadas de inmigrantes turcos fueron la mano de obra barata que necesitó Alemania para su expansión económica. El reclamo de inserción turca no cesó pero la soga se tensó cuando Erdogan llegó al poder, en 2003. Considerado un «neo-otomanista» claramente islámico,  fue fortaleciéndose internamente y su influencia fue determinante en relación con los refugiados y los miles de inmigrantes que cruzan su territorio para escapar de la guerra en Siria y en Irak, un problema por el que debió sentarse a negociar directamente con Merkel.
El intento de golpe en su contra de julio de 2016 y la forma de resolverlo, con la detención de miles de opositores y una nueva vuelta de tuerca constitucional para sumar poder, fueron otra oportuna excusa para mantener cerrada la puerta de la UE.
Erdogan duplicó la apuesta con un acercamiento al gobierno de Rusia que para los parámetros de la OTAN es un riesgo a largo plazo. En Ankara creen que nunca habrá posibilidades de formar parte de la familia europea. «No quieren 80 millones de musulmanes en Europa», afirman.
En el debate entre Angela Merkel y Martin Schultz (ver nota central) hubo un tramo en que debían contestar preguntas breves y responder por si o por no. Sobre qué hacer con Turquía, Merkel se extendió en una larga perorata explicando razones para esa alianza difícil. Schultz dijo simplemente: «No, si soy elegido canciller, congelo negociaciones con Turquía». Al otro día, Merkel salió a decir que ella hará lo mismo. Las encuestas reflejaron que creció el rechazo contra Turquía, algo que ya había observado Alternativa para Alemania y que supo aprovechar muy bien. «