Se ignora si fue en homenaje a aquellos que en 1492 llegaron con la espada y con la cruz a iniciar el proceso de devastación, o si fue para tapar su participación en un nuevo acto de corrupción, el de los Pandora Papers. No se sabe, pero lo cierto es que el presidente chileno Sebastián Piñera eligió el 12 de octubre para indicarles a las Fuerzas Armadas que, apenas lo crean necesario, repriman a esos mapuches cíclicamente tan molestos que andan por el sur. Para que no vuelvan al escenario patrio con su reclamo de tierras y la exigencia de ser considerados ciudadanos con plenos derechos, utilizó el simbólico día para decretar el estado de emergencia, lo que implica la participación militar en lo que es un problema netamente político. Fue el último paso hacia la militarización de la vida en el sur del país.

La decisión llegó en un contexto crítico para Piñera, de franco deterioro gubernamental, con casi el 90% de rechazo ciudadano. Además, en medio de una indisimulada presión de los partidos de derecha y ultraderecha que, aún a regañadientes, lo siguen sustentando. Y en medio de un paro del gremio de empresarios del transporte, de los camioneros concretamente –gente de estirpe golpista y protagonismo activo desde que fueron una pieza clave en el cruento golpe de 1973 contra la Unidad Popular de Salvador Allende–, que pedían a gritos la intervención militar ahora concedida. Y como si fuera poco, su escandalosa aparición en los Pandora Papers lo dejó al borde de un juicio político que hasta podría acabar anticipadamente con su presidencia.

Todos los gobiernos civiles posteriores a la última dictadura (1973-1990), todos, de todos los signos, han insistido en referirse a la usurpación de las tierras de los pueblos originarios como el “problema mapuche”. Y todos han fracasado con la idea de militarizar la llamada “macrozona sur”, las provincias de Malleco, Cautín, Biobío y Arauco, un total de 74 mil kilómetros cuadrados donde tiene una presencia dominante el Órgano de Resistencia Territorial (ORT) mapuche. El mismo Piñera ya había repetido la medicina en febrero pasado, con la diferencia de que entonces subordinaba el accionar militar a las necesidades del aparato policial, y ahora, con el estado de excepción, deja todo en manos de las fuerzas armadas, que pueden restringir per se hasta la libertad de movilización.

En lo que se parece más a un bando militar que al acto de un gobernante firmando un decreto, Piñera justificó este “estado de excepción constitucional” en la necesidad de “enfrentar el terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado”. Lo del terrorismo se orienta hacia las comunidades mapuches que están en acción permanente en reclamo de las tierras que les pertenecen desde el día que el sol hizo su aparición en el horizonte. El resto es toda una novedad. Lo del narcotráfico: nadie hasta ahora se había imaginado a los carteles actuando en las tierras ocupadas por la industria forestal. Lo del crimen organizado: debería ser explicado, salvo que se trate de una velada alusión a sus propios delitos, esos que lo tienen como repetida luminaria en las marquesinas de los paraísos fiscales.

En los primeros días del mes, como ya había pasado con los Panamá Papers en 2015, Piñera volvió a aparecer en el eje del escándalo offshore. El 12 de octubre firmó el decreto y el 13 la oposición política le inició una investigación por delitos tributarios, cohecho y soborno, todo relacionado con los negocios familiares en los paraísos fiscales. Se trata del traspaso del 33% del paquete accionario del proyecto minero Dominga, en la región de Coquimbo, en el llamado Norte Chico. La venta se realizó durante su primer gobierno (2010-2014), condicionada a no declarar como área protegida el sitio de asiento de la explotación.

La acusación constitucional iniciada por la oposición en la Cámara de Diputados dejó a Piñera a merced de un milagro o de un gran acto de complicidad de la derecha que lo acompañaba hasta el 12 de octubre. La acción podría desembocar en su suspensión en el cargo y luego, tras su pasaje por el Senado, en la destitución. Todo esto se da en el contexto de unas elecciones presidenciales y legislativas a realizarse el 21 de noviembre, en las que el candidato oficialista (el exministro de Desarrollo Social, Sebastián Sichel) viene con sus posibilidades en picada: de un primer lugar a principios de agosto a un cuarto puesto la semana pasada, del 24% a poco más del 10. Y encima se quedó sin jefe de campaña, porque Cristóbal Acevedo debió renunciar, implicado él también en un caso de soborno.

En la macrozona –y esto hay que ponerlo en el primer lugar de los análisis porque muestra hasta qué punto se degradó la presencia estatal– el orden público está fuera de control. La ocupación de predios y las acciones directas de reivindicación mapuche, que chocan con la presencia de poderosos grupos armados por las forestales, conforman el cuadro diario de las cuatro provincias. Los ataques armados, la quema de camiones, maquinaria agrícola y depósitos forestales y los piquetes carreteros son ya parte del paisaje en esa región donde la policía se ha visto rebasada y los políticos carecen de capacidad para garantizar nada. En febrero, con aquellas primeras medidas represivas, el líder Llaitul Catrillanca ya había lanzado una dramática advertencia ahora replicada: “Desde nuestras provincias les decimos que, de ser necesario, estamos decididos a resistir bala por bala”.

Más de 60 mil hectáreas en disputa

De los algo más de 20 millones de chilenos censados en 2017, alrededor del 12% reivindicó sus raíces mapuches, pese a la xenofobia que los condena cada día. Son casi 2,5 millones de personas no reconocidas como pertenecientes a un pueblo originario –una realidad que también alcanza a los otros nueve existentes en el país– sino como una etnia. La gran mayoría vive en la pobreza y, como desde mediados del siglo XIX, cuando por primera vez fueron blanco de los blancos y sufrieron la persecución y exterminio de la Pacificación de la Araucanía (1861-1883), siguen reclamando sus tierras. Gran parte de las 600.000 hectáreas en disputa, 20% de esa región austral, quedaron en manos de la industria forestal.

Según el Centro de Investigación Periodística (CIPER) de Santiago, dos familias –Matte y Angelini, dueñas de Celulosa Arauco, que también tiene fuertes intereses en Argentina, en la provincia de Misiones– controlan el 70% del negocio forestal. Este  grupo empresarial construyó un millonario negocio con base en el monocultivo de eucaliptus y pinos, con los que reemplazó al bosque nativo. Según los estudiosos consultados por CIPER, con el paso del tiempo, y debido a la gran cantidad de agua que demandan, esa sustitución de especies provocó la degradación de las antiguamente generosas tierras adyacentes.

Como lógica derivación, más de 100.000 personas residentes en la zona de influencia directa de las forestales se quedaron sin acceso al agua potable. Deben esperar la llegada salvadora del camión cisterna. Además, la actividad provocó la contaminación de los cursos de agua lindantes, generando una situación compleja para quienes se dedican al cultivo de alimentos a pequeña escala, para consumo familiar y para el trueque con sus vecinos. Contra lo que pregonaron los impulsores de la industria cuando llegaron con el manual neoliberal bajo el brazo, la expansión del negocio forestal no sólo no aumentó los ingresos de la población ni generó más fuentes de trabajo, sino que provocó la caída del ingreso de la población mapuche y el consiguiente aumento de la pobreza.