Aquí,/ estamos, estás/ estamos, vos, yo,/ todos. Mientras mis manos puedan escribir/ mientras mi cerebro pueda pensar,/ estaremos vos, yo, todos /y habrá un mañana.

Fragmento de un poema de Ana María Ponce, detenida desaparecida en la ESMA

Hace unas horas el predio de la ex ESMA fue sede del 7°Encuentro Federal de Derechos Humanos, habitado por militantes de todo el país que debatieron sobre este presente impensado en el que vuelven los discursos de apología de la dictadura genocida. Otra vez se pone en duda el número de 30.000 que se forjó como referencia abierta de una historia que se sigue reconstruyendo. Se sabe, por documentos desclasificados que la propia dictadura estimó que habían matado o hecho desaparecer a unas 22.000 personas entre 1975 y mediados de 1978, a cinco años de la recuperación de la democracia.

El conjunto de edificios ubicados en Avenida Libertador al 8000 alojó a la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, una institución emblemática del accionar represivo. Allí se desarrolló la pedagogía de la crueldad, la doctrina de Seguridad Nacional, el plan sistemático de secuestro, tortura y exterminio, la apropiación de bebés. La perversión llegó a límites inconmensurables que duele hasta pensar: los vuelos de la muerte en los que se arrojaba a personas adormecidas por el efecto de una droga perversamente llamada «pentonaval».

En la maternidad clandestina se mantuvo cautivas y se trasladó de otros centros clandestinos de detención a mujeres embarazadas a las que se torturó y sometió a un destino desolador, parir a sus hijas e hijos que no iban a criar. La escritora Margaret Atwood, en El cuento de la criada se inspiró en los testimonios de sobrevivientes de la ESMA para desarrollar esa distopía que desafía los límites de lo pensable.

Hace unos pocos días, el Museo Sitio de Memoria ESMA fue declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO por ser representativo de la represión ilegal llevada a cabo y coordinada por las dictaduras de América Latina en los años ’70 y ’80 sobre la base de la desaparición forzada de personas. Se suma a los lugares de «valor universal excepcional» según la Convención del Patrimonio Mundial de 1972 ratificada por 194 países.

El predio del barrio de Núñez, imponente en su dimensión y plantado en una de las zonas más caras de la Ciudad de Buenos Aires, fue desde 1976 hasta 1983, a metros de la vereda por la que circulaban vecinas y vecinos, una forma del infierno en la tierra. En un único edificio, el Casino de Oficiales, convivían víctimas y verdugos respirando el mismo aire, escuchando los mismos ruidos, unos viviendo sus vidas y otras y otros padeciendo tormentos, violaciones y un destino de muerte. 

La primera vez que escuché que mi mamá había estado en la ESMA fue por el relato de una sobreviviente. Matilde Itzigsohn figuraba en una lista marcada en rojo como irrecuperable. Eran los ’80.

La vez siguiente fuimos con las Madres de Plaza de Mayo y el entonces diputado Alfredo Bravo, era el país del Punto Final, la Obediencia Debida y los Indultos. Los Etchecolatz y los Scilingo se paseaban por los canales de televisión abierta haciendo alarde de la violencia represiva y confrontando a sobrevivientes en las escenas más siniestras que se recuerden en pantalla.

En 2004, fui el 24 de marzo, ese día en que la política dio vuelta la historia. Néstor Kirchner, junto a hijas e hijos de desaparecidos nacidos allí, dio un discurso con el corazón en la boca, apretando las manos en el atril, como quien dice lo que esperó una vida para decir. Todo en ese día fue construcción de sentido, resignificación. Dar la orden a Roberto Bendini, jefe del Estado Mayor General del Ejército de bajar los cuadros de Videla y Bignone de las galerías del Colegio militar. Entregar los edificios a los organismos de Derechos Humanos. Pedir perdón como presidente de la Nación Argentina de parte del Estado nacional «por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades». Pedir perdón y refundar el Estado.

El impacto de ese discurso, de ese día entero lleno de símbolos fue punto de partida de una reescritura de la historia que se venía escribiendo y que en ese gesto desde el gobierno tomaba otra dimensión. El Estado que fue terrorista, luego garante de la impunidad, podía ser otro. Uno que haga justicia, que intente reparar, que reconozca la centralidad de los Derechos Humanos para construir la democracia.

Ese año recorrí por primera vez el centro clandestino de la mano de Víctor Basterra. Fotógrafo, sobreviviente, compañero de mi viejo, vecino de Tolosa, guardián de la memoria como una misión. Durante el cautiverio, en la pecera donde algunas detenidas y detenidos realizaban tareas forzadas, Víctor sacaba fotos. Guardó cada negativo, los escondió y cuando al fin salió esas imágenes permitieron identificar a muchos de los represores como también saber de militantes que habían estado allí. Conocía todos los rincones en los que evocaba a sus compañeras y compañeros. El gordo Ardetti le había dicho: «Si zafás de esta, que no se la lleven de arriba». Cada día él honraba ese compromiso. Hasta que no tuvo más voz.

En 2018 entré a la ESMA otra vez. Era museo además de sitio. Y yo sabía, a partir de declaraciones de sobrevivientes en los juicios, que mis viejos, los dos, Tili y Gustavo, habían estado ahí. Era un sábado de marzo y la visita de las cinco estaba dedicada a las mujeres trabajadoras en la figura de mi mamá: delegada sindical del Astillero Rio Santiago, militante peronista, mujer en la ESMA. El 14 de octubre se cumplen 47 años del secuestro y desaparición de Gustavo, mi papá. Ese día, a las 15 horas, vamos a hacer una visita en su memoria.

El filósofo Theodor Adorno se preguntaba si después de Auschwitz era posible escribir poesía, como un modo de reflexionar sobre lo que significó para las y los alemanes elaborar la experiencia del nazismo. Jorge Semprún escribió “La escritura o la vida” una narración sobre la experiencia en los campos de exterminio, en un ejercicio del testimonio mediado por la literatura, para contar lo inenarrable. 

El Museo Sitio de Memoria ESMA reconocido como patrimonio de la humanidad es la posibilidad de simbolizar la experiencia colectiva de lo traumático que nos atravesó como sociedad. Es un recordatorio permanente del horror. Es la esperanza de un después de justicia, de verdad, de memoria. Es la materialización de lo que los organismos de derechos humanos, las y los sobrevivientes, la decisión política de un gobierno que hizo de la memoria política de Estado y el conjunto del pueblo pudimos hacer con el pasado. Es testimonio de futuro. La escritura y la vida. «