Unos hablan de la guerra del espacio, o por el espacio y, consecuentemente, hablan de militarización, de satélites, de armas y hasta de armas nucleares allí donde uno más de los tantos acuerdos incumplidos de la ONU define como área pacífica, desnuclearizada. Otros, la troupe de los hombres más ricos del planeta, como Elon Musk (Tesla, SpaceX y X, lo que fuera Twitter) y Jeff Bezos (Amazon y muchas más) conjugan un lenguaje más contundente y directo, hablan lisa y llanamente de privatización del espacio. Que en eso claramente están, en vías de saturar la órbita terrestre baja con sus miles de satélites. Entre ambos ya tienen orbitando unos 10 mil y proyectan lanzar otros 15 mil en los próximos dos años. Más, muchos más que los satélites públicos de investigación de todo el mundo.    

Como corresponde a estos nuevos tiempos en los que las potencias le van dando forma a la versión siglo XXI de la Guerra Fría, mientras Musk y Bezos están en la suya –satélite más, satélite menos– Occidente (Estados Unidos y sus aliados de la OTAN más Japón) y Rusia libran su confrontación en las tertulias de la ONU.

El 20 de mayo pasado el Consejo de Seguridad rechazó, a instancias de Estados Unidos, un proyecto de resolución de Rusia “conducente a prevenir una carrera armamentística, para que el espacio siga siendo pacífico”, proclamó el embajador de Moscú ante ese organismo, Vasili Nebenzia. El voto en contra fue una represalia por el veto ruso a un proyecto estadounidense de principios de abril que instaba a “impedir el despliegue de armas nucleares en el espacio ultraterrestre”.

La razón de peso para explicar el veto ruso a una propuesta tan loable, o al menos así presentada por sus autores, radica en que el proyecto hablaba de impedir un solo elemento, el uso de armas nucleares, dentro de una tarea más amplia y compleja, que es la de impedir el despliegue de medios de ataque y la carrera armamentista en el espacio. Para analistas de buenos lazos con la defensa norteamericana, “los rusos no se equivocaron, Estados Unidos no tiene una buena capacidad de defensa contra los ‘asesinos de satélites’ y el Pentágono está preocupado –señalan– por su alta dependencia de los satélites para hacer operaciones militares sin elementos para neutralizar a los asesinos de satélites”. Esto explicaría, dicen, la iniciativa de prohibir las armas nucleares espaciales.

Para Musk y Bezos, las potencias están preparando el terreno que más le conviene al sector privado. “Hablan de construir módulos para establecerse en Marte, pero eso no es más que un distractor de otros proyectos más cercanos”, advirtió ETC, un grupo de investigadores canadienses y estadounidenses. “Para empezar –señalaron– el primer emprendimiento es para establecer el control de la órbita terrestre baja mediante la privatización de la Estación Espacial Internacional (EEI) y otras que la sustituirán, privadas o semipúblicas, así como los viajes desde y hacia la Tierra y la construcción de vehículos para ello, que en poco tiempo serán comerciales o usados en la minería y otras actividades industriales”. (La EEI es una estación modular situada en la órbita terrestre baja, compartida por la NASA, la rusa Roscosmos, la japonesa JAXA y las agencias espaciales Europea y Canadiense).

Uno de los desarrollos que avanza aceleradamente, y con escasa atención de la opinión  pública y los gobiernos, es el de los satélites de la red Starlink de SpaceX, la joya de la corona de Musk. Desde sus inicios en 2019, un lustro apenas, la empresa puso en órbita más de 6000 satélites, superando la cifra total de satélites en funcionamiento que ya operaban para investigación, comunicación, observación de la Tierra y otras aplicaciones científicas. Su plan incluye instalar más de 12 mil unidades nuevas antes de fines de 2026, para llegar a 42 mil en la próxima década.

Bezos/Amazon se lanzó el año pasado a competir con esta red satelital, ubicándose con su Proyecto Kuiper en el segundo lugar de los privados que van cumpliendo con su sueño de gobernar el espacio. Espera cerrar el 2026 con 3236 satélites.

Starlink se presenta como una red ideada para ofrecer servicios de internet de alta velocidad y máxima seguridad, instalada en 32 países de todos los continentes, incluyendo 12 de América Latina. Estas redes no son una necesidad para los usuarios comunes y tampoco para la mayoría de las actividades industriales, que podrían seguir operando con niveles de velocidad sensiblemente menores. No obstante, cuentan con la cuasi complicidad de los gobiernos que les abrieron las puertas de sus países. Los dos últimos en los que Starlink tuvo un apoteótico desembarco fueron Indonesia y Uruguay. En su gacetilla de prensa señala que “irrumpió en el espectro tecnológico con el propósito de democratizar el acceso a la internet de alta velocidad (…) optimizando la experiencia de actividades en línea, tales como juegos y video llamadas”.

El Grupo ETC señala que “el control de las comunicaciones satelitales de Starlink impactó en varias situaciones de guerra, mostrando el poder que se le dio a Musk y que en un futuro próximo también alcanzará a Bezos y su Proyecto Kuiper”. La investigación cita los casos de dos países en guerra, Ucrania y Sudán, que fueron bajados de la red entre septiembre de 2023 y el 2 de mayo pasado. Además de éste y otros aspectos, la presencia de tal cantidad de satélites en la órbita terrestre genera otros impactos, tales como la multiplicación de la basura espacial y la contaminación lumínica provocada por los satélites, algunos realmente serios para las observaciones astronómicas. ETC recuerda que “esta insólita apropiación de la órbita de todo el planeta fue autorizada por un solo gobierno: el de Estados Unidos”.