Ahora que la Feria del Libro de Buenos Aires vuelve a abrir sus puertas y flota en el aire una inquietud incrementada por dos años de virtualidad absoluta, es bueno reflexionar sobre cómo se forma un lector. Porque sí, el lector se forma. No nace, se hace. Sin embargo, cuando le preguntan a un chico qué quiere ser cuando sea grande pueden escucharse las respuestas más variadas, desde bombero a médico, pero jamás alguno responde que quiere ser lector. Y eso da cuenta más que de un rechazo infantil, del lugar que la lectura ocupa en la sociedad y de la concepción generalizada que hay acerca de ella. Padres, docentes y mediadores la recomiendan como un médico prescribe un medicamento para desarrollar la imaginación, ampliar el conocimiento del mundo y proveer nutrientes fundamentales para la vida. ¿Pero a quién le gusta en la niñez tomar esos remedios que bajo la aparente promesa de un sabor frutal delicioso esconden en el fondo un horrible gusto a goma quemada? Allá los adultos y sus jarabes mágicos. Que se los tomen ellos.

Es posible que nadie sueñe con ser lector porque no es una actividad remunerada. Sin embargo, esta es una verdad a medias. Nunca se sabe qué puede nacer del gusto por la lectura: quizá un escritor, un filósofo, un cineasta fascinado por el arte de contar historias, un editor, un profesor, un científico deslumbrado por el extraño funcionamiento del mundo… Bueno, sí, es cierto, la lectura parece engendrar oficios y profesiones poco remuneradas, pero eso no tiene nada que ver con la lectura en sí, sino con muchos otros factores que no son materia de esta nota. “Había una vez”, como dicen los cuentos tradicionales, un ministro que mandó a los científicos a lavar los platos.

¿Pero cómo se forma un lector? Los caminos son muchos, diversos y tan azarosos como la vida misma. Solo una cosa es cierta: jamás nadie llegará a ser un lector porque de diferentes maneras, incluso de las formas más amables, le digan que lea. El verbo leer como el verbo amar –dice Daniel Pennac en Como una novela– no admite el modo imperativo.

Es que amar la lectura se parece bastante a enamorarse de alguien. ¿Acaso enamorarse no es “leer” en el otro lo que los demás no pueden leer?, se pregunta Rosa Montero en su último libro, El peligro de estar cuerda.

De padres lectores no nacen necesariamente niños lectores. La pasión lectora no forma parte de nuestro ADN, aunque sí es cierto que se predica más con el ejemplo que con los discursos vacuos. Pero en la lectura, como en el amor, no hay garantías. 

No necesariamente en una casa en que los padres no leen, tampoco lo harán los hijos. El escritor argentino de origen gitano Jorge Nedich contó alguna vez que sus padres eran analfabetos y que la comunidad gitana, por lo menos en su infancia, desconfiaba de la palabra escrita porque durante siglos los gitanos fueron expulsados de distintos territorios previa lectura de un edicto. Él aprendió a leer con los chicos que, como él, vendían revistas en los trenes y lo hizo leyendo historietas. Le costó mucho pasar de la historieta al libro, tanto que llegó a pensar que los libros estaban mal escritos porque no los entendía del todo. Fue así que se convirtió en escritor, para escribir libros que pudiera comprender. Más tarde fue a la universidad y se recibió de profesor de Literatura. Fue necesidad de integración o simple curiosidad por los signos que esos chicos descifraban y que a él no podían enseñarle sus mayores ni los maestros porque no iba o iba salteado a la escuela. Lo cierto es que por un camino oblicuo llegó a lo que otros llegan por un camino recto.

Edgardo Cozarinsky dice en Los libros y la calle, donde habla de su iniciación en la lectura: “Como otros niños busqué en los diccionarios, yendo de una definición a otra, el conocimiento de lo callado. En los años de mi infancia se callaba todo lo relativo a la sexualidad”. La curiosidad sexual, como se ve, puede ser un gran incentivo para la lectura.

María Moreno, quien sostiene en Contramarcha que toda autobiografía es ficcional, dice que su pasión por la lectura no comenzó precisamente en los libros, sino más bien en la versión radial de Los miserables de Víctor Hugo realizada por Abel Santa Cruz, en la voz de Gardel y en los sobres de las cartas que llegaban al conventillo en el que vivió en su infancia y que ella ayudaba a repartir a su abuela, que era la encargada. Aclara que este es un mito de iniciación como tantos otros y por eso habla de la “novela” de sus lecturas, de esos hilos que desde el presente se lanzan hacia el pasado y que hacen aparecer el oficio de escritor y/o la pasión del lector como un destino ineludible. Desertora precoz del sistema escolar, la gran escritora (la contracara necesaria de la gran lectora) terminó el secundario en una escuela nocturna.

Como se ve, los caminos que llevan a la lectura son diversos e, incluso, su reconstrucción puede ser solo una forma de la ficción. La historia de cómo se llega a ser un lector es siempre conjetural. Lo que es indiscutible, en cambio, es que una vez que se es lector, la lectura es una forma prestigiosa de escaparse del mundo para vivir otras vidas. Rosa Montero se pregunta: “¿Quién no ha deseado alguna vez ser otro?”. La lectura es, entre otras cosas, una buena forma de tomarse vacaciones de uno mismo. «