El hilo, la trama, el tejido. Muchas de las palabras que se refieren a los relatos  provienen de las ancestrales labores femeninas, dice María Teresa Andruetto en Una lectora de provincia (Ampersand).  También la cocina está emparentada con la literatura. «(…) mientras le explicaba a una de mis hijas cómo hacer una comida que me había enseñado mi madre –cuenta–, tuve conciencia del traspaso cultural que hacemos en la cocina. Una forma de memoria. Como en la escritura, quien cocina se somete a leyes, al mismo tiempo que explora nuevas posibilidades. Repetición, regreso, combinaciones: un buen cocinero abandona la rigidez de las recetas, se arriesga a probar formas, sustancias, modos de cocción, hace del mismo modo, y al mismo tiempo, de un modo diferente, lo que ya fue hecho».

Y agrega: «Ya lo decía Yourcenar que era sobria y vegetariana: la escritura es como un pan, un pegote que primero se nos queda en las manos y que hay que amasar, sobar, ligar, dejar leudar, y sólo después cocer. Es lo mismo que un libro, salvo que, en un libro, el leudado puede llevar años».

Andruetto, «Tere» para los más íntimos, escribe con la misma modestia que tiene una rodaja de pan que, sin embargo, es un alimento esencial, presencia ineludible en la mesa, consuelo de las tripas y el corazón. María Teresa ha leudado sus palabras durante años en los rincones más tibios de la cocina y por eso le salen doradas y crujientes y con una miga tan blanda y acogedora que es refugio de las miserias del mundo.

Para referirse a ella suele decirse que es la ganadora del Premio Hans Christian Andersen, una versión del Nobel para la literatura infantil. Y eso es rigurosamente cierto, pero es más un dato de su curriculum que de su vida. Ella vive y escribe sin oropeles, como si cocinara como su madre o, como su abuela, cardara la lana de los colchones para ganarse la vida.

Lo comprobará quien lea Una lectora de provincia (Ampersand). Allí no sólo pasa revista a los textos que la formaron, sino también a la compañía que le hicieron las palabras durante el insilio al que la obligó la dictadura y a la forma en que le permitieron ganarse el sustento. 

Como si evangelizara con palabras laicas, se dedicó a leerles relatos a otras mujeres muchas de las cuáles no sabían leer ni escribir, descubrió y dio a conocer a escritoras secretas, militó y milita la causa feminista. Las palabras, que terminaron por convertirse en su casa, su refugio, su lugar en el mundo, estuvieron presentes en su vida desde antes de nacer en una casa donde el único lujo era la lectura. Ella puede corroborar mejor que nadie que en un principio fue el verbo.

–¿Qué significa ser una lectora de provincia? ¿Por qué titulaste así el libro?

–Surgió porque muchas veces me han entrevistado y me han preguntado qué siente y cómo vive una escritora de una provincia. Eso que un principio podría tener una carga negativa porque supone que se es de la provincia y no de todo el país, yo lo tomo como una fortaleza o, en realidad, como un posicionamiento. Y en algún punto es verdad que soy una escritora de provincia porque todo lo he hecho desde la provincia. Nunca pensé en irme a otra parte y desde ese lugar he mirado el mundo o, por lo menos el mundo que me rodea, el mundo hasta donde alcanzó mi mirada. Mi lectura, como se puede ver en el libro, también nació de ahí, de las afueras de un pueblo en un sector social donde había libros pero no había muchas otras cosas. Era un pueblo de un barrio de una provincia. Desde allí fui ingresando a otras zonas pero siempre con la memoria de lo recorrido.  Eso se ve en lo que escribo y en el modo de leer. No es una pose ni una búsqueda, es así como se han dado en mí la lectura y la escritura.

–Pero a ningún escritor porteño le preguntan cómo es ser un escritor de la ciudad de Buenos Aires.

–Es verdad. Por eso el título tiene, quizá, un toque de ironía porque desde la periferia también se puede construir un camino de lector. Tengo una amiga que cuando le mandé la foto de la tapa del libro me preguntó: «por qué, Tere, por qué te califican así». Le contesté que fui yo la que quise ese título (se ríe). A mí siempre me aparece mucho una frase familiar, antigua, que es «hacer de trapo, bandera». Creo que aquí haya algo de eso, de que uno tome lo que es, lo defienda y lo ponga en valor.

–Supongo que es lo mismo que cuando se usan etiquetas como «escritora trans» o «escritor villero». Esa una puesta en valor supone que hay cosas que no están marcadas, como si lo «natural» fuera no ser trans ni villero.

–Claro, pero todo está marcado en el mundo. Hace unos cuantos años saqué un libro de pequeños ensayos que se llama Hacia una literatura sin adjetivos en relación con la literatura infantil pensando que el sustantivo es más importante que el adjetivo. En Una lectora de provincia hago una operación inversa: tomo ese adjetivo a veces degradado y me apropio de eso que puede ser una marca que se pone desde afuera pero que, a la vez, responde a mi camino de lectora y de escritora. Cuando se pone un tipo de adjetivo como trans, villero, provinciano, piletero o lo que sea es como si hubiera algo central y todo lo demás es periférico. Lo que hago es tratar de que lo periférico se vuelva central.

Foto: Pedro Pérez

–En Una lectora … hablás de tu formación lectora, pero también de tu formación como escritora. ¿Lectura y escritura son cara y ceca de una misma moneda para vos?

–Sí, siento eso muy fuertemente. No sé cómo fue en otros casos, pero en el mío la escritura se fue dando en una relación con la lectura. No es que cuando era joven dije «yo quiero ser escritora». Fue algo que ha ido sucediendo. A veces pasa, y a mí me ha pasado más de una vez, que a uno le suceden cosas buenas a partir de un inconveniente, de un problema, de una merma, de una quita. Yo tenía el sueño de ser alguna vez titular de una cátedra de literatura en la universidad donde había estudiado. El imaginario en que me veía era llegar a ese punto. Me recibí en las inmediaciones del golpe de Estado de 1976, pasó lo que pasó y por diez años estuve alejada de los espacios geográficos de la universidad. Ese camino no fue para mí. Entonces, la escritura que yo hacía para mí como una catarsis, como una descarga, se fue convirtiendo, fruto de un desvío de la vida, en un consuelo, en un refugio. Después eso tomó tanta fuerza que empecé a desear publicar. Tardé muchos años en lograrlo. Devengo escritora entre los 40 y los 50 años aunque ya antes había escrito mucho. Es que para autopercibirse escritor hay que publicar, hay que tener lectores. Yo veo el lugar del escritor como algo público. La escritura puede ser íntima, privada, pero el lugar de escritor o escritora es un lugar de exposición de la palabra de uno hacia los otros.

–Contás que los nombres de tus padres, Romualdo y Cleofé, de chica te daban vergüenza .¿En el hecho de reparar en su rareza no había ya un germen poético?

–Creo que sí. Muy tempranamente el sonido de las palabras me perturbó y me acunó. Romualdo era un nombre raro, en mi pueblo había sólo cuatro que se llamaban así. El de mi madre era aún más raro. Me costó encontrar personas que se llamaran Cleofé. He visto que había, creo que en Colombia, una mujer que se llamaba de ese modo. Había una Cleofé Pereira que escribió un texto en el siglo XIX, pero sólo encontré una mención. Hay otro episodio de mi infancia en el que ya veo un germen. Fue cuando le confesé al cura mis pecados.

–Llevaste escrita una lista de esos pecados.

Sí, y practiqué para que sonara bien. Era como una construcción poética muy burda. No eran los pecados los que importaban, sino que sonaran bien (se ríe).

Georges Perec encontró algo literario en las listas.

–Sí, hay algo de eso. Además, siempre me apasionaron las historias de las personas tanto en lo que leía como en lo que escuchaba. También en lo que me contaban, en los murmullos. Le prestaba mucha atención a la musicalidad de las palabras. Como cuento en el libro, estudié piano 12 años y, a lo mejor, algo tiene que ver. A las chicas nos mandaban a piano aunque lo castigáramos al pobre. Era algo de la época.

–En Una lectora de provincia, que no es ficción, encontré muchas cosas de Aldao, tu última novela.

–Sí, siento como si este último libro fuera el lado B o la contracara de mis ficciones, aquello que se puede ver en el reverso. Lo que alimenta a mis personajes en Una lectora…está en un estado autobiográfico. Es una biografía a través de los libros.

–En Aldao hablás del insilio, del hecho de estar aislada con una hija recién nacida…

–Así es. En mi insilio verdadero aún no era madre. La protagonista de la novela, en cambio, es madre de una niña. Todo se cruza y uno puede encontrar muchos canales, muchos puentes entre la realidad y la ficción. Sartre decía que la ficción es un vuelo bajo, que nunca se aleja del todo de la realidad. Creo que pasaría lo mismo si escribiera ciencia ficción, que no es mi caso. Si uno escarba un poco, siempre aparece un hilo que conecta con la realidad. Lo que a mí me interesa cuando escribo ficción es comprender un poco más la condición humana.

–Pero como señalás, la gestación de arte precisa del no entender. En la niñez encontramos palabras cuyo significado no conocemos pero tampoco averiguamos, como si ese no saber alimentara la creatividad.

–Coincido. Creo que alimenta, sobre todo, el deseo de ir hacia algo, una pulsión. Es como si el comprender fuera el lugar al que uno quisiera llegar y al que se llega siempre parcialmente aunque se escriba la mejor novela del planeta. En lo humano siempre hay un más allá a comprender. En un video muy hermoso Juliette Binoche cuenta que ella quería saber y siempre le preguntaba cosas al director de turno, hasta que comprendió que tenía que tener un caudal importante de no saber. Creo que es ese no saber lo que permite que uno descubra o revele. Me ha pasado muchas veces que en la escritura han aparecido cosas que no sabía de mí y que conocí en un proceso de análisis muchos años después que mi personaje. Hay algo que se abre paso desde lo más profundo, desde lo más interno cuando uno no sabe y tantea en la espesura de la lengua. Saber todo significaría escribir con la razón, pero la escritura no depende de la voluntad. Hay que esperar que aparezca algo.

Foto: Pedro Pérez

–¿En qué sentido afirmás que la lectura es política?

–En varios. Por un lado, quien lee interpreta y esa interpretación está dada por todo el abanico ideológico que lo abarca. Hay una mirada tanto en lo que uno selecciona como en la forma en que lee y en lo que lo penetra de esa lectura. Por otro, está el tema de qué es lo se hace con esa lectura. En mi caso, hay algo que articula mi interés por la literatura y por la lengua con la acción política. Cuando era muy joven militaba en una fracción de izquierda, pero después esa militancia tomó otras maneras y la lectura fue una de  esas maneras. Existe un derecho de acceso la lectura. En eso he trabajado desde el 84. Formamos parte de un centro de literatura para niños y jóvenes. De joven tuve un cierto conflicto entre lo que a mí me gustaba, la exquisitez de la lengua porque no me gusta leer cualquier cosa, y la importancia de que eso vaya a la comunidad, de que tenga un lugar entre los otros, que no quede sólo para mí. Siempre creí que la lectura es un instrumento de intervención social, sobre todo en la formación de maestros. Y en eso he trabajado muchísimo, hablando, discutiendo, acercando títulos y autores. Siempre creí que un texto de altísima calidad literaria podía compartir con un sector que no estuviera muy formado en literatura o que no estuviera nada formado e, incluso, que no estuviera alfabetizado. Se puede no saber de cine y disfrutar de una película. Se puede no saber de literatura y disfrutar de un buen libro. 

Labores y escritura

“Hay un texto muy hermoso de Tununa Mercado que se llama Punto final -cuenta María Terea Andruetto-. En ese texto, alguien está bordando, está cosiendo y hay algunas asociaciones con la escritura.

Por otra parte, yo he trabajado mucho acompañando escrituras de otros y sé que, cuando uno habla de narración, habla de trama, de hilo argumental, de urdimbre, de tejido.

Eso, de algún modo, ya estaba en mí, pero lo que me apareció en el proceso de escritura es una vinculación. De pronto me dije “claro, tuve una abuela sastre y otra, colchonera. Mi mamá bordaba pañuelos. Mis tíos eran tapiceros. Todo tiene que ver con la aguja de coser, con la tela.

Mis abuelas, sobre todo mi abuela materna, eran muy rústicas, tenían vidas muy duras, muy de sobrevivencia.

Sin embargo, hacían cosas como escribir cartas para los inmigrantes que no sabían leer. Esas cartas estaban llenas de errores, pero eran un puente con los que habían quedado del otro lado. Ellas traducían de un modo precario. De alguna manera, es lo mismo que hago yo, sólo que han pasado los años, hubo un acceso a la universidad y todo aquello se refinó o se refinó o se depuró. Me gusta sentir que yo tomo esa herencia.

Otra vez, hago de trapo, bandera.