«Con el Pepe (se refiere a José Mujica, ex presidente de Uruguay) y el Ñato Fernández Huidobro (ministro de Defensa de ese país) hicimos la vuelta al Uruguay en un calabozo.» Fueron 13 años de prisión «que incluyeron bala, biaba, internación, media ración, incomunicación y si querés otra, viviendo en un pozo, bajo tierra.» Quien cuenta esto es Mauricio Rosencof, conocido en todos los  rincones de Uruguay y también de este lado del río como el Ruso. Fue uno de los 13 rehenes de la dictadura uruguaya que pensaba cobrarse con sus vidas cualquier acción de los Tupamaros. En condiciones infrahumanas, escribió con letra de hormiga en papel de fumar los versos de La Margarita, que luego musicalizó Jaime Roos, y los sacó de la prisión escondidos en los dobladillos de la ropa que su familia se llevaba para lavar. También es autor de la letra de la canción de despedida de El regreso del Gran Tuleque, con música de Roos, que se convirtió en un verdaero himno murguero uruguayo y que traspasó las fronteras: «(…) Redoblando esperanza y coraje  / Con margaritas de amor y de paz / Por los chiquitos que faltan. / Por los chiquitos que vienen / Uruguayos nunca más (…)»
El ruso vivió para contarla. O más exactamente, para seguir contándola porque escritor fue siempre, dentro y fuera de la prisión. Ahora cruzó el charco para presentar su última novela, La segunda muerte del Negro Varela, un personaje que con su muerte puso la piedra basal del barrio uruguyo de Flores y terminó de consolidarlo con su resurrección.

–¿Quién fue el Negro Varela cuya foto ponés al comienzo de la novela?
–El Negro Varela es universal y esa foto es auténtica. Él tranqueó por el barrio antes de que yo estuviera sobre la Tierra. Parte de su historia la cuento en otro libro. En el año 32 se iba a jugar en el Estadio Centenario un campeonato sudamericano de fútbol. Los enfermos que estaban internados en el Sembuá, que era el lugar donde se internaba a los tuberculosos, se enteran de esto. En aquel momento la tuberculosis era como el sida hace un tiempo. Entonces los del Sembuá, donde estaba internado el Negro Varela, organizan una marcha de la que participaron hombres, mujeres, viejos. Cuando cruzan el barrio, con gran respeto, para no toser y espantar a los vecinos, caminan con un pañuelo en la boca. Preferían atorarse con la tos pero no toser hacia afuera. Finalmente van al Estadio, a la tribuna oficial. Esto generó en el barrio una gran solidaridad.

–¿Y el Negro estaba allí?
–Sí, claro, era el que llevaba las vituallas en su carretilla, que era una carretilla que le habían dado porque se había desfondado después de haber acarreado montañas y montañas de conchillas para la cancha de bochas.

–¿Qué pasó con los que estaban en la tribuna?
–Eran unos 80 tuberculosos que hicieron una barricada cuando quisieron desalojarlos. Había que inaugurar el Sudamericano y el ministro del Interior dio la orden: ¡A la carga, dijo Vargas! Y allí lanzaron la caballada. Cuando llegaron a las barricadas que eran cajones de verdura y de leche que habían llevado los vecinos, la gente vio que los milicos empezaron a recular. Los tuberculosos habían practicado la primera guerra bacteriológica (risas).

–¿Cómo esa la guerra?
–A gargajos (risas). Luego, el Negro Varela, recuperado, se quedó en el barrio, y fue a vivir a un tartagal que es donde se desarrolla esta historia. Los tártagos son plantas muy altas, si te metés ahí no te ven. Y el Negro estaba ahí, al lado del Gallego Menéndez que había llegado al barrio luego de haber sido combatiente en la Guerra Civil Española donde había sido herido. El primer trabajo que tuvo en Uruguay fue el de sereno en una casilla de lata de herramientas de los que estaban abriendo un barrio. Un barrio no se consolida hasta que no tiene un muerto y el que aporta la mortandad es el Negro Varela. Pero su muerte va mucho más lejos porque, como sucede en la Biblia, él puede aportar una resurrección.

–¿Esa caravana fúnebre es producto de tu imaginación?
–No, esa caravana espectacular fue tal cual. Al Negro lo encontraron muerto en cruz, boca arriba sobre la carretilla. Él era muy saludador y como lo saludaron varias veces y no contestó, fueron a chequear lo que le pasaba. Hacía falta certificar su muerte y como no había médico en el barrio la certificó el veterinario.

–El doctor Pedro Bruni.
–Sí, pero ni siquiera era doctor veterinario, sino que era funcionario de la Facultad de Veterinaria, pero de todos modos era una autoridad. Al Negro no se le conocían deudos, aunque luego aparece la Celeste. Además, no había dónde velarlo y un compinche del boliche, el Negro Invierno, ofrece un rancho, que era un espacio rectangular, sin nada más. El escusado estaba afuera. El Negro Invierno decía que era un monoambiente (risas). Entonces, certificada su muerte por Bruni, lo cargan en la carretilla, a la que llamaban el Chevrolé, y atrás de la carretilla se arma una procesión. Todo el barrio salió para verla. Una vecina aportó un almohadón de plumas de esos para cama de dos plazas para que al Negro la cabeza no se le fuera para atrás. El rengo Pérez, en su carro con el que repartía alfalfa iba al pescante y sentados atrás los más veteranos que ya no podían con sus huesos. Luego iba el padre Pedrín que había querido ir adelante, pero Lamas que era marxista no se lo permitió porque decía que ese era un velatorio ateo. Toman la avenida Garibaldi, que en ese momento era un camino de tierra. En el rancho del Negro Invierno sólo había una mesa de cocina y una sola mesa no daba para poner el cuerpo del Negro Varela. Entonces, cuando llegan al boliche salen todos los parroquianos, se quitan la boina en señal de respeto por el muerto. El Negro Invierno entró a hablar con Delmiro, que siempre estaba detrás de la caja, para que le diera otra mesa y Delmiro, como préstamo, aportó la mesa de tute que subieron al carro del Rengo Pérez. Luego tienen que cruzar la avenida Italia con las vías del tranvía. Se corta el tránsito y los tranviarios golpean la campanilla hasta que se dan cuenta de que era el cortejo del Negro Varela, entonces bajan, se quitan la gorra y ponen el trole a media asta. Como las dos mesas tampoco daban para el cuerpo del Negro Varela, se llevan un tablón de una cancha de fútbol. Cuando llegan al rancho y lo van a acomodar, el Gallego Menédez y Bruni se dan cuenta de que el cuerpo no está tenso, de que tenía gorgoritos. Entonces se acuerdan de que cuando lo encontraron, al lado del cuerpo había una botella de leche con restos de alcohol de Primus con alpiste. El Gallego se da cuenta de que había otra cosa. Él tenía práctica porque durante la Guerra Civil Española había estado recuperándose en la enfermería y había ayudado. Relaciona los gorgoritos con la botella de leche con alcohol y alpiste. Consulta con Bruni, cabildean. El Gallego le pide al Paisano Ríos que venía de la frontera y que usaba yesqueros de cuerda con chispa que le traiga una. Se la traen, corta un metro y pico, despluma la punta. El rancho estaba clausurado y el padre Pedrín había quedado con ellos dentro. Mientras tanto, afuera, comenzaban a sonar los tambores de duelo. Las vecinas hacían tortas fritas, que se les agotaron y tuvieron que pedir permiso al padre Pedrín para usar la harina consagrada de las hostias. Fijate que allí todos comulgaron con tortas fritas. ¿Dónde se vio eso? Bueno, le meten la mecha al Negro para ver si se humedecía, ascendía la humedad del alcohol y en determinado momento se prendía. Pusieron el cuerpo de costado para que no se quemara si sucedía eso. La cuestión es que se dio y el Negro fue el iluminado. Siguen con el operativo y mientras tanto cuentan historias porque en la esencia de todo esto lo que pretendo transmitir es: mientras se esconda en la última neurona un pequeñísimo recuerdo, entonces no hay muerte. Para qué te voy a contar el recuerdo de infancia del Negro.

–¿No me lo vas a contar?
–Bueno, te lo cuento. El padre había muerto y la vieja estaba contra la costa. Se le quedó prendido el recuerdo de cuando acompañaba a su padrastro en patas, con un medio mundo a pescar lisa y pejerrey, pero se hartó porque junto con esos peces venía un montón de condones. Un día, como iluminados del reciclaje, en vez de tirarlos al mar, comenzaron a juntarlos y se los llevabron a la madre de Negro para que los lavara. Ella los limpiaba, los entalcaba y los arrollaba y él iba y los vendía en los prostíbulos que estaban al lado. El recuerdo de ese negrito huérfano, en patas, que pescaba condones frente a un caño maestro se le quedó prendido en un lugar recóndito que de afuera no se veía y fue lo que lo sostuvo y fue el acompañamiento de los gorgoritos ventrales que finalmente fueron dados a luz.

–¿En qué barrio sucedió el entierro del Negro?
–En el barrio Flores que recién se estaba haciendo. Había más baldío que vivienda. El Gallego Menéndez plantaba en todas partes. Si los pequeños pueblitos de las aldeas de las Nuevas Escrituras tuvieron un resurreccionado, por qué no lo va a tener el barrio Flores. El Negro Varela no solo aporta la muerte, sino que aporta la resurrección.

–Hay otro personaje muy hermoso, Ferme.
–Sí, el Tito Ferme. En la historia están todos los personajes del barrio, en realidad de todos los barrios. El Tito Ferme era una especie de Leonardo Da Vinci porque era capaz de hacer los muñecos de papel maché para los tablados de Carnaval, escribir una obra de teatro que se representó en una cancha de bochas y que se llamaba No hay barrio como mi barrio. Yo estuve allí. Además, componía música y poemas. No sabía música pero era silbador. Decí que no estamos al aire, que si no te podría cantar una de las piezas del Tito como La milonga del verdulero que decía “Mi viejo fue el botón, el más canchero que había. El día de mi bautismo cerró la comisaría”. ¿Te das cuenta? Eso es algo de los saineteros.

–¿También era filósofo?
–No, ese era el Macho Gutiérrez, que mientras levantaba quiniela en las mesas de los boliches de barrio, lanzaba sentencias filosóficas. Una vez que me vio medio mal, me dijo: “Ruso, no interrogues a la vida.” Hizo una pausa y después agregó: “Mirá si te contesta.” Puse esa frase al comienzo de un libro y la firmé Friedrich Nietzsche, de Así hablaba Zaratustra. ¿Podés creer que todo el mundo me comentó que había leído el libro de Nietzsche y se acordaba de la frase? (risas).

–¿En qué circunstancia te dijo eso el Macho Gutiérrez?
–Haciendo mostrador, que es una de las actividades que más desarrollé en mi vida. Y cuando le conté  que estaba escribiendo, me dijo: “Hacés muy bien, Ruso, a la humanidad hay que entretenerla con algo”.

–¿Qué es exactamente hacer mostrador?
–Bueno, yo tengo lo que se llama síndrome codal. Cuando estoy cerca de un mostrador inmediatamente se me va el codo y me quedo allí esperando que me sirvan (risas).

–¿Por qué es una presencia tan fuerte el barrio para vos?
–Porque todos venimos del barrio. El barrio es la esencia, de ahí venís, ahí nacés. De ahí es la solidaridad, de ahí son los grandes pensamientos. El Gallego Menéndez plantaba en todos lados, pero solían robarle la cosecha. Un día lo encontré con su azada. Ya estaba muy viejito y le pregunté para qué seguía plantado tanto si después se lo robaban. “Sí, ya sé –me contestó– pero siempre es mejor cosechero el que planta”. Mirá qué filosofía.

–¿En qué barrio naciste?
–En Palermo, pero crecí en Flores. Era un barrio de rompe y raja, de proletas, de solidaridad. En la novela que voy a publicar este año, La calesita de Doña Rosa, cuento eso porque narro el desalojo que le hacen a mi vieja cuando me meten en cana. Hablo de tener que irse de ahí a un hogar de ancianos. Los vecinos fueron de fierro. Ofrecieron toda la soliaridad, la energía, los conocimientos. Los hijos eran hijos del barrio. Como Discépolo, yo también aprendí filosofía en un bar, junto al Macho Gutiérrez. En el barrio teníamos filósofo propio. ¿Qué diferencia hay entre el barrio y Tierra Santa, entre Lázaro y el Negro Varela? A Moreira lo matan en un quilombo. Es lo mismo acá, que en Uruguay, que en todo el mundo. La toma de la Bastilla arrancó en un barrio. ¿En dónde iba a arrancar? «

A 30 años de Memorias del calabozo

Este año se cumple el 30 aniversario de Memorias del Calabozo, el relato desgarrador de lo que fue la dictadura uruguaya narrado por dos de sus rehenes: Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro. En conmemoración de este hecho, Ediciones de la Banda Oriental decidió  reeditar el libro. «Memorias del calabozo –dice Rosencof–, quiso ser el testimonio de todos, de los que cayeron, de los que nos faltan, de las compañeras y compañeros que dieron todo por esta gesta, la gesta de la utopía que nació con la primera marcha cañera».