Ningún jugador o director técnico es más que su club pero el aporte de Marcelo Gallardo a River fue tan grande que esos límites llegaron a confundirse como si, a veces, Gallardo fuera un club y River, un director técnico. El Muñeco se convirtió en un Copércnico de los bancos de suplentes desde que en 2014, cuando sólo estaba en el radar del manager del club, Enzo Francescoli, asumió sin grandes expectativas en un momento de inesperado shock para River: Ramón Díaz, reciente campeón, renunció de manera sorpresiva, como si su ego quisiera provocarle un conflicto a una dirigencia que -él sabía- no lo mimaba todo lo que él quería.

El fútbol es hermoso porque rompe con cualquier lógica. Nadie podía imaginar que Gallardo, con un paso previo irregular por Nacional de Montevideo, se convertiría en muchísimo más que un técnico: un Labruna en colores, una estatua -próxima a inaugurarse-, cientos de banderas, miles de tatuajes, una frase de cabecera -«que la gente crea porque tiene con qué»-, un líder espiritual y, claro, un entrenador-estratega que llegó hasta la estratósfera del fútbol argentino y sudamericano.

La primera versión de su River, allá por 2014, fue un equipo coral y arrasador que comenzó a cicatrizar las heridas que el club acumulaba desde los 90 o desde antes: la mala racha contra un Boca que no ganaba títulos pero sí superclásicos -y había pegado el sorpasso en el historial- y una sequía internacional que no estaba a la altura del poderío local del club. River era más a nivel doméstico que continental y Gallardo -o, mejor dicho, los jugadores elegidos, entrenados y mejorados por él- reescribió la historia.

Así como el River de Gallardo fue lo que mejor funcionó en la Argentina de Macri, el esplendor llegó en la final de la Copa Libertadores 2018 contra Boca. Al final del partido, en una imagen tomada por una cámara que no pertenecía a la transmisión oficial, a Gallardo se le leyeron los labios: «No hay nada más que esto, no hay nada más que esto, no hay nada más», dijo en referencia a la madre de todos los triunfos. Era un Gallardo con la mordida apretada que le tenía aversión a las derrotas. Las derrotas veían a Gallardo y se asustaban, salían corriendo. Las victorias, al revés: corrían a abrazarlo.

Pero también es curioso, o no tanto -porque de eso se trata el fútbol-, que el ciclo Gallardo también tuvo varias caídas dolorosas: el 2-4 con Lanús en la Copa Libertadores 2017, el 1-2 ante Flamengo en la final de la Libertadores 2019, la pérdida de la liga 2019/20 en la última fecha que consagró campeón a Boca y éste 2022 en el que, ya sin la sangre en el ojo, contrastó con la curva ascendente del Boca de Riquelme.

Lo de Gallardo terminó hoy (o terminará en los próximos días, como su despedida de este domingo en el Monumental) pero es tan extraordinario que durará para siempre. Las leyendas no mueren: permanecen. Así como las generaciones pasadas hablaban de Bernabé Ferreyra, del Charro Moreno, de La Máquina, de Labruna, de Fillol, de Ortega y de Francescoli, dentro de muchas décadas también se seguirá hablando de Gallardo. River, mientras tanto, tendrá que superar el duelo por su partida, pero sabiendo que nadie es más importante que el club, aunque la proeza de un ciclo inigualable lo haya puesto en duda estos años.

Aquella frase de «no hay nada más que esto», tras el partido de todos los tiempos, cabe en Gallardo: no hay nadie más que el Muñeco, el entrenador de todos los tiempos.