Quince años pasaron, y pasaron rápido, desde que Carl Honoré publicó su Elogio de la lentitud. Desde entonces, el auge de las redes sociales y de los servicios de mensajería instantánea han incrementado drásticamente la velocidad de los intercambios virtuales y, al mismo ritmo, la ansiedad que supone dar respuestas múltiples en conversaciones simultáneas, y la insoportable angustia de que nos claven el visto. Es un hecho que la cultura slow se expande, pero no es menos cierto que sus adversarios, los muchos dispositivos que aceleran la vida, son cada vez más poderosos.

El gurú de la lentitud está de visita en la Argentina, donde dictará un taller y brindó una serie de entrevistas prolijamente cronometradas por sus editores locales. A contramano de cualquier rigor horario, Honoré –51 años, canadiense nacido en Escocia, periodista y corresponsal en Buenos Aires en los ’90, de ahí su impecable español– reflexiona sin urgencias, se toma su tiempo, demuestra ser un ferviente devoto de su propia fe.

«El movimiento slow ha pegado un salto impresionante en estos últimos años –comienza–, y no me extraña, porque lo necesitamos ahora más que nunca. La sociedad se ha ido acelerando con las redes y con la omnipresencia del celular, pero al mismo tiempo, la contracorriente slow también gana terreno en todos los ámbitos de la vida. Yo soy optimista. Esta aceleración inevitable coexiste con una creciente cantidad de personas que deciden aceptar la velocidad sólo cuando tiene sentido, pero que en otros momentos optan por cambiar de marcha, bajar un cambio, adoptar otro ritmo. Es la idea básica del movimiento slow: hacer las cosas al ritmo correcto, el tempo giusto«.

–Usted ha descrito lo que llama la «era de la rabia», una sociedad que al privilegiar la premura genera impaciencia y frustración. Y sin embargo, nunca como en esta época ha habido una conciencia tan extendida de la necesidad de modificar ese modo de vivir.

–Es paradójico. Por un lado, parecería que hemos tirado la toalla, que nos dejamos vencer por la ansiedad y la mala onda, pero se está generando también, en tensión con esa cultura, un cambio profundo. El primer paso ha sido comprender el problema. El segundo es cómo poner en acción una respuesta. Eso es lo que cuesta, pero hay cada vez más ejemplos de personas e instituciones que eligen la lentitud, la reconexión con nuestra tortuga interior para hacer mejor las cosas, en todos los ámbitos: el trabajo, la comida, la educación, el sexo, la medicina, el modo de reconfigurar las ciudades. El slow ya forma parte de la conversación social.

–La cultura slow no es necesariamente antimoderna ni tecnófoba, ¿verdad? ¿Cómo se articula con el auge de dispositivos que fomentan esta suerte de vértigo social?

–Bien, este aparato es indispensable, super útil, divertido también. Yo no podría vivir sin mi iPhone, pero tiene, como todo, un botoncito. Uno puede apagarlo, apagar las notificaciones al menos, empezar por un pequeño cambio en nuestra relación con la tecnología y con el instante, que genere cambios más profundos. Yo también me había dejado esclavizar, todos somos frágiles, caemos en estas trampas, pero disfruto mucho más de mi iPhone ahora: mis palabras favoritas son «modo avión». Claro, no hay una sola receta: mi camino hacia la lentitud no es el mismo que el tuyo. Cada uno decide cuándo y cómo apagar.

–¿Se podrá alguna vez plantear como un derecho la búsqueda del equilibrio en la administración del propio tiempo, el tempo giusto de cada uno?

–Bueno, en Francia, el año pasado salió una ley que permite al trabajador desconectar el celular al marcharse de la oficina. Y la palabra clave es derecho. Se trata de recuperar la autonomía temporal, del control sobre nuestro propio tiempo. Otro ejemplo, entre muchos: lo que los ingleses llaman stacking. Los jóvenes salen a tomar algo y apilan los teléfonos sobre la mesa, y el primero que lo agarra para mirarlo o mandar un tuit, paga la cuenta de todos. ¿Por qué arruinar ese momento para estar en varias conversaciones al mismo tiempo? Mejor frenar y vivirlo plenamente, y después sí ver qué estuvo pasando en Instagram. Que este tipo de rituales aparezcan entre nativos digitales, entre millennials, es una muy buena señal.

–En El elogio de la lentitud hacía un breve retrato de los fast thinkers, personas que por obligarse a pensar rápido toman malas decisiones. En su último libro, La lentitud como método, describe los ingredientes que debe tener una «solución lenta». ¿Por qué es mejor?

–Es la famosa ecuación calidad-cantidad. El cerebro humano necesita momentos de lentitud para entrar en un modo más creativo, cometer menos errores, priorizar lo cualitativo sobre lo cuantitativo. El profundo tabú que hay contra la lentitud en la cultura moderna ha rodeado al concepto de sentidos peyorativos. Por eso cuando se habla de slow, de pisar el freno, suele pensárselo de manera extrema, pero la verdad es que no necesito meditar cuatro horas y convertirme en el Dalai Lama para vivir en modo slow. Una pequeña inyección de lentitud, una mínima pausa para pensárselo mejor, puede generar resultados enormes. Cuando a alguien le preguntan adónde le surgen las mejores ideas, dice que en la ducha o mientras paseaba al perro, pero nunca mientras contesta 48 mails al mismo tiempo.

Usted menciona, junto a la expresión argentina «lo atamos con alambre», una serie de frases equivalentes en diversos idiomas y culturas. En la Argentina solemos pensar que la adopción de soluciones mágicas, parciales y temporarias, es un fenómeno local, pero al parecer no lo es.

–Es que en todas las personas existe una tensión natural, biológica, hacia las soluciones rápidas. El ser humano de hace 10 mil años estaba obligado a decidir con rapidez, obedeciendo a su instinto. Hemos evolucionado con ese mismo cerebro, pero en un mundo que requiere soluciones de largo plazo. Eso genera un enfrentamiento interior dentro de nuestros cuerpos y nuestras mentes, lo que no significa que no podamos superar ese dilema. Se trata de algo visceral: el cortoplacismo está en el software del ser humano. El carril rápido siempre es más atractivo, en principio parecería más eficaz, puede ser divertido, nos inyecta adrenalina, y entonces, nos cuesta volver al carril lento. ¿Cuándo fue la última vez que caminaste dos horas por el parque, charlando con un amigo? Hemos sacrificado en el altar de la prisa esos canales de intercambio, que forman parte del abanico de posibilidades, pero que hemos dejado de usar. Hay que aprender el arte de desenchufarse, cambiar de marcha, y resistir la tentación de la velocidad, que además es superficial y nos impide parar a hacernos las preguntas realmente importantes: quién soy, cuál es mi propósito. E intentar responderlas. Claro, ese encuentro con uno mismo da miedo.

–El movimiento slow food ha experimentado un gran crecimiento pero también recibe críticas: se lo ha llamado «club de epicúreos acomodados», en el sentido, muy reduccionista, de que sólo los ricos tienen tiempo para cocinar. ¿Hay algo de eso en la cultura slow? ¿Todos tenemos margen para administrar nuestro tiempo?

–Es cierto que mucha gente que escucha la idea de ralentizar o bajar un cambio, sobre todo respecto del slow food, inmediatamente surge como imagen una élite. Pero eso es apenas una manifestación de la lentitud. Otra expresión puede ser la de un albañil que llega a su casa después de un día agotador y, en lugar de sentarse a ver televisión, le lee un cuento a su hijo. Esa desaceleración no tiene un costo. Lo que ocurre es que la cultura fast deshumaniza, quita la calidad humana de la vida. Ralentizar, en cambio, rehumaniza. Las cosas más valiosas, escuchar al otro, algo que prácticamente ya no hacemos, son gratuitas. Es una cuestión de prioridades. Nadie se encuentra en su lecho de su muerte diciendo: «Ojalá hubiera pasado más tiempo en Facebook». Miramos hacia atrás y recordamos momentos importantes, cuya cualidad es la lentitud. La brecha entre lo realmente importante y lo que ocupa buena parte de nuestra agenda, nuestro tiempo, es gigante. La gente dedica varias horas al día a mirar tevé o estar en las redes sociales, y luego se queja: «No tengo tiempo». Pero, ¿cómo usamos ese tiempo? «

Una solución lenta para no errar

Más de una década después de publicar el bestseller que lo convirtió en gurú de la lentitud, Carl Honoré dio forma a un volumen (La lentitud como método. Cómo ser eficaz y vivir mejor en un mundo veloz, publicado por RBA) que ofrece, a través de ejemplos de desaceleración individual y colectiva de los procesos vitales, ingredientes para llegar a la «solución lenta» de los problemas. Honoré invita a admitir los errores para aprender de ellos, a tomarse el tiempo necesario para comprender los problemas, a interconectar variables para llegar a un enfoque holístico de esos problemas, tener perspectiva a largo plazo, prever y planificar, pensar en los detalles que hacen la diferencia, cooperar («porque somos más eficaces resolviendo problemas ajenos») y, por fin, evolucionar, comprender que el camino hacia una solución integral puede estar hecho de soluciones parciales. Quien se obliga a decidir rápido, dice, atiende los síntomas y no las causas, y suele equivocarse.

La trampa de la autonomía colonizada

Al ponderar los beneficios de la lentitud, Honoré señala ejemplos de personas que desaceleraron su vida laboral con emprendimientos artesanales que les permitieron, además, disponer más libremente de su tiempo. Aunque oblicuo, el punto de contacto de este concepto con la llamada «economía colaborativa» (Uber, Rappi, Glovo, etc.) y la precarización laboral que supone, es evidente.

«En inglés no llamamos a eso emprendedorismo, sino más bien gig economy, es decir, pequeños trabajos, lo que en la Argentina llaman changas. Obviamente, es un mercado que avanza. En Londres, los conductores de Uber están peleando por sus derechos. Claro, es un arma de doble filo. Porque es un sistema que representa una aspiración genuina de autonomía, de la posibilidad de administrar el propio tiempo, pero en los hechos termina colonizando el tiempo disponible de muchísimas personas, en muchos casos sin protección en términos de derechos laborales. Es un modelo con mucho potencial, pero hay que gestionarlo bien para que no se vuelva una trampa. Hay gente que gana buen dinero así, y que recuperó autonomía, pero es cierto que, sin una regulación adecuada, esa solución puede derivar en nuevos problemas. Si todo se reduce a una decisión individual, es el individuo, el conductor de Uber, el que dice hasta qué hora trabaja y cuándo vuelve a casa a ver a sus hijos, o si busca un viaje más, otro, el último, para ganar diez dólares más. Las presiones vienen desde todos los costados. Y algunas presiones vienen desde adentro».