Hay escritores que se mueren y escritores que se «nos» mueren. Alguna vez me enseñaron que ese tipo de construcción en la que el pronombre no es imprescindible se llama «dativo de interés». Esta afirmación  no está hecha por pedantería académica, sino por disenso con la definición. Javier Marías no se murió, se «nos» murió a quienes amábamos sus historias. El pronombre «nos», en este caso, es imprescindible. Y si no fuera porque la primera persona está penada en el discurso periodístico, diría que se «me» murió, tan cercana y dolorosa sentí su muerte. Era de mi familia aunque él no lo supiera. Mi hija me llamó para que no me enterara por otro medio y para darme el pésame. Y aquí el dato personal no es pedantería ni deseo de figuración, porque sé que son muchos los lectores que deben de haber sentido su muerte de la misma forma.

A Javier Marías lo vi una sola vez en mi vida, pero pertenezco a la legión de los que lo leyeron y lo leen siempre. Hablo, entonces, en nombre de esa legión de melancólicos deudos de escritores para los que las palabras pueden ser una forma más estrecha de parentesco que los lazos de sangre.

Hecha esta salvedad, puedo decir casi sin pudor que se me murió Javier Marías. Y entonces, con el estupor del deudo que recuerda momentos pasados porque es imposible entender la ausencia, recuerdo que una vez, hace tantos años que el fax era todavía una novedad, lo entrevisté por ese medio. Él, que siempre fue tan esquivo con la prensa, tan esquivo en general, accedió a contestar unas preguntas que le envié para publicar en una revista de cuyo nombre no quiero acordarme. Recibí aquel papel tibio que salía de ese extraño útero mecánico con la excitación de quien recibe a un recién nacido. Una de las respuestas tenía una corrección manuscrita que se convirtió de inmediato en mi fetiche literario. Atesoré aquel papel hasta que la escritura se desvaneció por completo. La tinta del fax era evanescente, quizá una metáfora de la vida en la que es la escritura la que regresa a la nada de la que salió.

Porque dónde están las palabras antes de ser escritas, en qué rincón duermen antes de ser garabatos oscuros que esconden universos. Quizá ni el propio Marías lo supiera. Lo que sí sabía era cómo convocarlas. «Me gusta trabajar sin un plan preconcebido –decía–, uno averigua en la medida que inventa». Y agregaba: «Si sé demasiado, me asusta la idea de que (la escritura) se convierta en un ejercicio de redacción».

Viejo lobo de mar, navegante de alfabetos, se arriesgaba a viajar con brújula, pero sin mapa, porque no hay mapa posible de un territorio aún no descubierto. Así escribió novelas larguísimas, es decir descubrió enormes islas de palabras. A casi todas las bautizó con frases que tomó de Shakespeare. Corazón tan blanco, Negra espalda del tiempo, Mañana en la batalla piensa en mí… Pavada de titulador había contratado Marías para ponerles nombre a sus descubrimientos. 

Durante años, además, fue el rey de una isla verdadera, si es que existe algo verdadero en este mundo. En efecto, entre las islas de Monserrat y Antigua, a 16º 56′ de latitud Sur y 62º 21’de longitud Oeste, está la isla de Redonda. Colón la avistó en 1493, en su segundo viaje, pero no le interesó como objeto de conquista. Tenía apenas 3 kilómetros cuadrados y no prometía grandes riquezas. Marías, en cambio, se autoproclamó rey de esa isla deshabitada. Nombró miembros de su corte a Pedro Almodóvar, Ray Bradbury, Cabrera Infante, Coetzee y Umberto Eco, entre otros.  Para Colón era una isla inútil, pero Marías amaba la inutilidad. Es más, consideraba que las novelas eran artefactos ridículamente inútiles, lo que no le pareció nunca una razón suficiente para dejar de escribirlas.

Suerte de Proust tardío, sus novelas larguísimas estaban hechas de oraciones larguísimas. Quizá respiraba a través de ellas porque sus pulmones de fumador impenitente no le permitían párrafos orales de tal magnitud. O tal vez descubrió que las oraciones largas y alambicadas eran un rezo posible al dios de los ateos, al que elevan sus oraciones los que viven el desencanto de saber que el Reino de los Cielos  está tan vacío como el Reino de Redonda. La escritura es también una forma ilustrada de la desesperación.

Siempre se consideró a sí mismo como un mal cuentista por lo que no hizo demasiados intentos con el género. Le bastaron unos pocos relatos para convencer al mundo de que no era así, pero él no terminó de convencerse. Sin embargo, ni bien conocí la noticia de su muerte lo que recordé fue un cuento suyo: «Cuando fui mortal». Lo había redescubierto hacía poco y me había producido tal desconsuelo que fue motivo de varias sesiones de análisis. El cuento narra la historia de un hombre que muere, se transforma en fantasma y queda encerrado entre las paredes de su casa de infancia donde había vivido toda la vida. Su condición de fantasma le otorga la posibilidad de ver la parte de atrás de los hechos. Descubre así que aquel médico que frecuentaba la casa por las noches cuando él era chico era el amante de su madre y que aquella presencia casi diaria era una forma de humillar a su padre, una extorsión, el precio por no denunciar su condición de republicano ante las huestes del franquismo que el miserable médico integraba. Me dañó entender cuánto más horrible sería el mundo si supiéramos lo que se esconde detrás de cada gesto cotidiano. Mi analista me dijo que Lacan comparó el carácter insoportable de la a verdad con el sol, al que no se puede mirar de frente porque ciega. Por eso no coincido con Serrat cuando dice «nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio». Creo, por el contrario, que siempre es triste, justamente porque no hay forma de remediarla.

Se murió Javier Marías. Se nos murió Javier Marías. Se me murió Javier Marías. Una verdad sin atenuantes. Una verdad sin remedio. «