Y bueno… no pienso hablar del calor porque la vida, por suerte de vez en cuando, me regala temas más originales. Entre las sorpresas de este verano, una hermosa amiga me invita a pasar su cumpleaños en Santa Teresita, donde vive.

En segundos se me vienen a la cabeza los recuerdos e imágenes de la Santa Teresita que disfrutaba de chica junto a mi familia. Médanos, playas desoladas y extensas, algunos días visitadas por legiones implacables de aguavivas, que se empeñaban en dejar sus ardientes y coloradas marcas en cualquier rincón de nuestros cuerpos bronceados. O en zonas no tan bronceadas como el culo…. Que un aguaviva se meta con tu culo es demasiado, aun teniéndolo vapuleado por otro tipo de ardores urbanos.

Con estos recuerdos revoloteando en mi cabeza, llegado el día empecé a armar mi valija. Nada sencillo para una marica, aunque sea una salida por tres días. Es horrible sentirse desolada sin tu perchero en casa ajena. Sin tener la posibilidad de elegir para cada día el disfraz perfecto.

Terminada la ardua misión del armado de la travavalija -o también podría decirse trolomaleta-, agarré mi celular para llamar a un radiotaxi, para que me llevara a Retiro. El ómnibus salía 1:30 de la madrugada y ese no es un horario confiable para que una señora trava con todas las letras se suba a un colectivo emperifollada como una canasta navideña.

El radio taxi siempre me dispara fantasías, y después de cortar, mientras esperaba su llegada, me dediqué a imaginar qué tipo de conductor me tocaría. Obviamente, con toda la maquinaria del morbo encendida… Quizás un pendejo musculoso de barrio, con un equipaje entre sus piernas más grande que el que yo llevaba, y dispuesto a ofrecerme amor eterno. O quizás un viejo mudo con cara de haber estado chupando vinagre. O un gordo lujurioso con un depósito de ravioles intentando levantarme…. Pero no, señoras y señores y por qué no niños, cuando llegó el taxi, el chofer se bajó amablemente, me ayudó a dejar en el baúl la valija y emprendimos el viaje.

Los dos íbamos en silencio, con las ventanillas abiertas, disfrutando de un sorpresivo aire fresco. Ni una palabra hasta girar por detrás de la Casa Rosada –dicho sea de paso, lo mejor que hacen nuestros gobernantes debe ser gobernar desde una casa pintada de un color hermosamente marica-. Entrando por Alem, las luces del CCK resaltaron sobre la avenida y ahí el chofer emitió sus primeros sonidos: “Por fin prendieron las luces –dijo-, muchas veces las tienen apagadas… y la verdad que lo están usando poco y nada…” Yo no estaba al tanto de la agenda del CCK, así que sólo le dije que una vez había ido a una expo de libros. Él me contó entonces que la última vez que había ido fue para ver bailar a su hijo. Al toque imaginé a un chico zapateando malambo y revoleando boleadoras, pero no… la vida te da sorpresas y te suele borrar los prejuicios, y también los preconceptos, de un certero cachetazo.

“Ahhh y qué baila”, le pregunté. Y ante mi sorpresa, recibí una caricia en el alma. “Baila clásico”, dijo el conductor con notorio orgullo y desde ahí tomó las riendas de la conversación. “Baila desde los seis años… a los 13 lo becaron en la Ópera de París, está allá estudiando y yendo a las clases de baile”. Yo quedé muda, lacia y muerta, y desde lo profundo de mi corazón le dije: “Qué bueno que estés tan orgulloso de tu hijo. Hay tanto tipo machista que piensa que esas son cosas de maricas…”

El taxista entonces me dijo: “Mirá, lo único que quiero es que sea feliz, y si es feliz…. Además -siguió contándome baboso-, me salió hermoso el guacho. Se ve que trabajé bien. Tengo también el otro más grande, que es negro y grandote, y estudia Letras… Siempre les dije a mis dos hijos, ‘yo me deslomo trabajando para que estudien, así que…’”

Yo, cada vez más contenta y emocionada, escuchaba. “Hace poco vino de visita y ya tiene 16 años, nos agarró a mí y al hermano y nos dijo: ‘tengo que hablar algo importante con ustedes…’ Así que nos sentamos los dos a escucharlo. ‘Les tengo que decir dos cosas –empezó-, una, que soy puto. La otra, que estoy de novio con un chico africano….’ Entonces, mi hijo mayor le dijo: ‘mirá, lo de puto se sabía, pero lo que no sabíamos era lo del africano’”, cerró el taxista.

En mi cabeza quedó rebotando lo de “si mi hijo es feliz, eso es lo que importa…” Cuántos tendrían que priorizar lo mismo, dejar la boludez del qué dirán y los prejuicios de lado.

Todavía hoy, a los 48 años, yo no puedo ir con pollerita a ver a mi vieja, así que imagínense qué ganas me dieron de ser hija del taxista.
Llegamos a Retiro, me ayudó con la valija y nos saludamos. A esa altura, ya me imaginaba subiendo al colectivo con un tutú blanco y unas suaves zapatillitas de raso… <

*Acaba de publicar Poesía recuperada (Zindo & Gafuri).