Sufrían. Se notaba que sufrían.

Los necios empresarios, los disecados jerarcas de la Iglesia, las lenguas espumosas de cobardes periodistas, los políticos más despreciables. Todos sufrían cuando ella hablaba. Mucho más cuando ella hacía.

Se los vio desenfrenados cuando ella propuso juzgar éticamente a un grupo de los cómplices mediáticos de la dictadura. Qué plaza aquella. Las Madres mostraban públicamente a quienes le habían sobado el lomo a Videla y, sin arrepentimiento alguno daban lecciones de Patria y República allá por 2010.

Se alteraban los rostros en Tribunales cuando ella propuso otro juicio ético: a los jueces y fiscales de la dictadura. Claro, sentían la pesadilla de escuchar sus nombres entremezclados con las negativas de Habeas Corpus y aquellas complacientes firmas que avalaron tanta pesadilla.

Visionaria, con ese raro ingenio que sólo provenía de su largo andar por las calles del pueblo, fue el bofetón que siempre quisieron dar los humildes, los excluidos, los perseguidos.

Llevaba en su cabeza una minuciosa lista de las y los seres despreciables de la Argentina y el mundo. Cuando el despertador de la dignidad debía sonar, sonaba. Y era la voz de ella.

Primero lo hizo a grito alzado. Luego con un megáfono, y después con el micrófono en la plaza o rompiendo todos los moldes en cada entrevista.

Nadie sabe cuando fue el buen día en que agregó a su voz el alboroto y los relámpagos de la acción.

Fue entonces cuando ella y las Madres se embarcaron en el goce más sublime, tomar las tareas de sus hijos. Hacer, sin dejar de hablar.

Y Hebe hizo. Los pañuelos blancos marchaban y hacían: aulas, cátedras, libros, congresos, debates, radios, programas de TV, casas, calles, veredas, barrios.

Volaba más ligera que sus años. Reía, aún cuando las piernas revelaban la inseguridad que deja el tiempo. Pero ni su voz ni su acción parecían derribarse.

Ni en la hora del crepúsculo dejó de estremecer a los poderosos y a sus infelices lacayos. Pidió echar a los serviles y machistas jueces de esta Corte de los espantos. La última arenga no era otra cosa que señalarnos el horrible mañana que aguarda a la Argentina si el pueblo no carga contra estos crueles.

Ojalá la fuerza invisible de su voz haga lo suyo desde esa plaza que ahora habita para siempre.

Nosotros nos llevamos además su otra voz, también potente, pero entrecortada y estremecida, cuando en su piecita y oficina de dos por tres, en la Casa de las Madres, nos hablaba de sus hijos, de los felices otoños y las frondosas primaveras pasadas que ardieron por la Ensenada de entonces, o en La Plata más moderna.

Bella Hebe, que tiemblen ellos: tu voz seguirá ardiendo. «