Te recuerdo, Amanda,

la calle mojada, corriendo a la fábrica, donde trabajaba Manuel.

Mitad de los años ‘90. En la Argentina, un riojano que se afeitó las patillas rasuraba los ideales del peronismo. Del otro lado de los Andes, asumía Eduardo Frei, hijo de otro expresidente chileno, homónimo, quien había antecedido en ese cargo a Salvador Allende. El dictador aún vivía, para qué nombrarlo: era comandante en jefe del Ejército y estaba por designarse senador vitalicio, como una agria continuidad del horror.

Por esos días, un chiquilín, preadolescente, seguía disfrutando sus trepadas al monumento a Hernando de Magallanes en la Plaza de Armas de su natal Punta Arenas o de sus escapadas al Cerro La Cruz desde donde admiraba el Estrecho de Magallanes. Cinco lustros después, el 11 de marzo próximo, Gabriel Boric Font asumirá como presidente de Chile.

También por esos días, el periodista que firma esta columna trabajaba para un periódico deportivo y pisaba las calles de Santiago por primera vez tras el advenimiento de la democracia. Un partido por la Copa Libertadores fue la convocatoria. Un club argentino jugaría al día siguiente, pero esa tarde húmeda y muy calurosa, haría una práctica de reconocimiento en el Estadio Nacional. Unos carabineros de a pie y otros montados sobre caballos trataron a los hinchas y a los que no lo eran como solo saben hacerlo las supuestas fuerzas de seguridad. La especial fiereza de esos tipos, seguro, no fue producto de ningún prejuicio. Luego apareció el escudo: unos segundos de detención frente a la puerta de ingreso al estadio fueron suficientes para advertirlo, allí arriba, sobre el empotrado, la estrella plateada, el huemul y el cóndor con corona. Más abajo, desafiante, la frase: “Por la razón o por la fuerza”. Símbolo colosal que el mandato figurase desde siempre en el escudo nacional del país.

Con la conmoción que provocó esa apreciación, el ingreso nos llevó a un recorrido por un pasillo interno que desembocó en la propia cancha de fútbol. Solo los jugadores podían pisarla, pero el cronista sintió la pulsión de quebrar la prohibición, para pararse sobre el césped y ponerse a llorar por los ausentes.

Pablo Milanés resonaba como un eco en la emoción desbordada. Por entonces, como lo hace ahora, ante el teclado con el que se reproducen estas reflexiones mixturadas con la memoria ardiendo. Aparece como lo hacían los Quila, o Violeta Parra, o los Inti-Illimani, o Víctor Jara. Es inevitable pensar en cada una de esas mujeres y esos hombres de Chile que en los ’70 cayeron en las garras de los asesinos más crueles, probablemente muchos de ellos abuelos de aquellos miles y miles de pibes que ya en este siglo, hace pocos meses, provocaron una demostración formidable, estremecedora, hermosa, de poder popular, de energía viva, una nueva expresión espontánea de singular construcción de democracia, que provoca emoción y hasta envidia, si hubiera alguna envidia sana.

Es inevitable reparar que pasaron 48 años para que el pueblo chileno retomara el Palacio de La Moneda, desde donde Allende augurara: “Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.

Es inevitable considerar que se abre una ventana regional que recrea expectativas. Que el Chile autoritario parece retroceder ante los nuevos aires. Que la represión no alcanzó y que los disparos a los ojos no cegaron a ese pueblo. Que vuelve a estallar un modelo altamente represivo y sumamente desigual. “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”, auguró el flamante presidente electo. No la tendrá sencilla. Tal vez uno de tantos desafíos cruciales que deba encarar sea que ese cambio tenga proyección en los tiempos, que desde el sillón presidencial pueda empujar esas transformaciones esenciales que empiezan en el reemplazo de la Constitución. No debería ser un mero certificado de defunción de la pinochetista, lo que no es poco. Sí la posibilidad concreta de un articulado moderno y verdaderamente progresista, lo que de por sí lo convertiría en revolucionario.

También es inevitable detenernos en otros pueblos de la región en paralelo con el nuestro. En por qué cerca de la mitad de los votantes chilenos siguen apoyando a basuras pinochetistas, redomados vindicadores del horror y la desigualdad. De igual modo que los brasileños gestaron el monstruo bolsonarista, como Uruguay le dio la espalda al progresismo frenteamplista, como a los argentinos nos arrasó el macrismo junto con sus secuaces que nunca se fueron y los que pugnan por reinstalarse en los factores de poder de los que debieron correrse. Es inevitable recordar a esa América Latina de Néstor, Lula, Evo, Cristina, el Pepe, Correa, Chávez, Fidel, y preguntarse cómo nos pasó el rebrote feroz del neoliberalismo. Deberemos seguir mirándonos en el espejo, porque no fue solo por el fabuloso marketing electoral que está en manos del poder real o el tsunami mediático que llama a Boric “el izquierdista”, estigmatizándolo con sentido negativo, pero que no lo hace con los “derechistas” o los “ultraderechistas”, a los que en el peor de los casos, cuando no transitan por los carriles que ellos imponen, son simplemente “libertarios”.

No, no le será sencillo a ese muchacho barbudo del sur chileno que empieza a demostrar un temple imprescindible para su cometido. Tampoco les será sencillo a otros presidentes de la región. Como no le resultará a Lula, en su eventual regreso, tan ansiado como imprescindible para este lado de la grieta.

Pero es fortalecedor ilusionarse con esa nueva Latinoamérica como ineludible recordar a aquella Amanda chilena que iba corriendo a buscar a ese Manuel. Que tantos y tantos como él son los que tienen en sus manos y en su alma la posibilidad de generar ese hombre nuevo, ese nuevo país, esa nueva región, ese nuevo mundo. El que le tocará al nieto de este periodista, que también se llama Manuel.

Episodios como el de Chile renuevan la esperanza de que el futuro no sea tan oscuro. Tal vez porque necesariamente entusiasma la posibilidad cíclica de poder ver a un Manuel, a muchos Manuel, como otros de esos hombres libres que auguraba Allende.