En el año 2003 la farmacéutica suiza Roche decidió discontinuar la producción de benznidazol. Y así, casi en un abrir y cerrar de ojos, hubo una escasez mundial de uno de los únicos dos antiparasitarios disponibles para el tratamiento del mal de Chagas. ¿Acaso no existía demanda para el producto? Suena muy extraño siendo que esta enfermedad afecta a más de 6 millones de personas en todo el mundo, especialmente en Latinoamérica, y causa unas 10 a 12 mil muertes por año. ¿Era un problema de logística entonces? ¿O con su fabricación? No, nada de eso. Fue, simplemente, uno que es de esperar en la medida en que las decisiones farmacológicas queden en manos de mecanismos de mercado: producir el medicamento ya no era redituable.

En ausencia de un incentivo económico para que la producción de benznidazol continuase en manos privadas, el que tomó la posta de la producción fue un laboratorio estatal brasileño, el Laboratorio Farmaceutico do Estado de Pernambuco (LAFEPE).

La historia con el otro antiparasitario disponible para el tratamiento de la enfermedad, el nifurtimox, no fue demasiado diferente: a fines de los ’90, Bayer discontinuó su producción debido a una presunta “falta de demanda” y a “casi nula rentabilidad” y solo la retomó después de una serie de presiones de Médicos sin Fronteras.

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El Chagas es “una enfermedad de pobres de países pobres”, y cuyo poder de compra de medicamentos hace a la inversión en el área (como con otras “enfermedades desatendidas”) menos atractiva que cuando se trata de enfermedades asociadas a países de mayores ingresos. De hecho, la investigación sobre Chagas a nivel internacional depende en un 74% del sector público.

Los mecanismos de mercado, entonces, no parecen ser una gran garantía cuando se trata de la producción de medicamentos, incluso cuando ya han sido inventados, testeados, aprobados y lanzados al mercado: es posible que, lisa y llanamente, no resulte redituable continuar produciéndolos. Pero si agregamos el problema de la innovación farmacológica, de la introducción al mercado de lo que se conocen como nuevas entidades químicas, la situación es todavía más preocupante cuando se trata de enfermedades “de pobres”.

En un influyente artículo del 2002 en The Lancet, un grupo de investigadores clasificó las 1393 nuevas entidades químicas autorizadas entre 1975 y 1999: de ese total, solo 16 eran medicamentos para la tuberculosis o las llamadas “enfermedades tropicales”, como la malaria o el Chagas. Estas enfermedades –subrayaron los investigadores–, “predominantemente afectan a las poblaciones pobres” y, en consecuencia, “no ofrecen suficientes retornos económicos para que la industria farmacéutica se dedique a la investigación y el desarrollo” sobre ellas.

En otro artículo, esta vez del 2015, se menciona la “sorprendente falta de interés por parte de la industria farmacéutica” por el desarrollo de nuevos fármacos para enfermedades desatendidas. ¿Saben cuándo aparece el interés? Cuando las necesidades parten de los países del llamado primer mundo. Por ejemplo, los primeros fármacos para enfermedades como la malaria se desarrollaron, luego de la Segunda Guerra Mundial, como respuesta a las necesidades de los soldados de Estados Unidos y países europeos que habían contraído la enfermedad.

No es una sorpresa, entonces, que, como menciona en su libro El estado emprendedor la economista Mariana Mazzucatto, “el 75 % de las nuevas entidades moleculares part[a]n de investigación que no ha sido financiada por empresas privadas, sino por laboratorios de los Institutos Naciones de Salud (NIH) de Estados Unidos, financiados con recursos públicos”.

Esta observación sobre las limitaciones del sector privado para embarcarse en auténticas innovaciones no es precisamente un discurso exclusivo de los “enemigos del mercado”: han sido las propias empresas farmacéuticas las que lo enarbolaron al sostener que desarrollar cada nueva droga insumía “500 millones de dólares” en inversión, una cifra que, aunque luego intentase ser desmentida por otras fuentes, sirve como confesión de parte acerca de la predisposición de estas empresas a embarcarse en desarrollos con escasas garantías de rentabilidad.

El problema no está entonces, solamente, en el nivel de la producción de medicamentos de eficacia y seguridad ya reconocidas, sino, de forma más acuciante, en el del descubrimiento de fármacos nuevos. Incluso cuando no hablamos de innovación en sentido estricto (la introducción de nuevas entidades químicas) sino de variaciones menores en drogas ya conocidas también necesitamos del financiamiento estatal. Volvamos al Chagas.

Foto: Télam

Tanto el nifurtimox como el benznidazol fueron originalmente diseñados para adultos y usarlos en niños y niñas pequeños implica fragmentar las pastillas en múltiples pedacitos, a veces hasta en ocho o diez partes. Así, es muy difícil controlar la dosis administrada y no es algo que se pueda resolver disolviendo las pastillas en agua por la limitada solubilidad de los fármacos. Por eso, es fundamental que se realicen nuevas formulaciones.

Entre 2016 y 2018, el grupo de Parasitología–Chagas del Instituto Multidisciplinario de Investigación en Patologías Pediátricas con investigadores e investigadoras del Conicet en el Hospital de Niños ‘Ricardo Gutiérrez’, coordinó una serie de estudios clínicos de una formulación pediátrica, inédita hasta el momento, de nifurtimox. Se trabajó con una red de investigación en conjunto con Bolivia y Colombia y también con el laboratorio Bayer, el mismo que había discontinuado su producción previamente. En el año 2020, la FDA aprobó el uso de esta formulación.

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El ejemplo de las “enfermedades desatendidas” es considerado un caso paradigmático de por qué los mecanismos de mercado no tienen una eficacia garantizada a la hora de resolver las necesidades sociales. La financiación pública de la ciencia y la tecnología es fundamental. Por eso debemos seguir apostando a ella y defendiéndola frente a quienes creen equivocadamente que “total, se ocupan los privados”.