Huir de la ciudad. Muchas personas (cada vez más) entienden que el estilo de vida en las grandes urbes es contraproducente para la salud y el desarrollo de la sociedad. Se pierde la solidaridad, la sustentabilidad y el cuidado por el ambiente. Sin embargo, dar un giro, abandonar todo y arrancar de cero en otro sitio donde prevalezca un vínculo más sano con la naturaleza, queda relegado la mayoría de las veces a un ideal imposible de concretar. Las ecoaldeas, en expansión desde hace décadas y en auge tras la pandemia, surgen como una opción para lograrlo. Y más cerca de lo que se imagina.

Cada una de estas comunidades tiene sus reglas, propósitos, maneras de organizarse y hasta de financiarse. En algunos casos les agregan una cuota de misticismo. Uno de los mapas de Argentina más completos de este tipo de lugares puede encontrarse en el portal Comunidad Sustentable, donde están ubicadas decenas de ecovillas, barrios y pueblos distribuidos en todo el país, la mayoría de ellos en provincia de Buenos Aires y, como no podría ser de otra manera, también en Córdoba, cuna histórica de este tipo de movimientos.

La edificación es colectiva y artesanal en las ecoaldeas, como en Navarro.

Adobe y paja

Una de las primeras ecovillas en crearse fue Gaia, en la zona de Navarro, a principios de los años noventa, cuando el neoliberalismo y el individualismo penetraban en todas las relaciones económicas, sociales y culturales. “Cuando aún no se hablaba de ecología”, resumen. La idea (en sintonía con las que surgían en Europa) fue pensada y proyectada por Silvia y Gustavo, quienes compraron 20 hectáreas de una ex fábrica lechera, a unos 10 kilómetros de la ciudad. En esta ecoaldea se pueden hallar “casas, un centro comunitario, auditorio, lavadero, hostales de adobe y paja, abastecidos con energías renovables y baños secos”. Allí se fundó la Universidad Internacional de Permacultura, el Instituto Argentino de Bioconstrucción (IAB), y hoy cuenta con dos condominios: Amanecer y Primavera.

Algunas familias que se escindieron de Gaia adquirieron en 2004 un predio en Cañuelas. Cinco años después crearon la Ecoaldea Centro Nakkal, aunque «recién en 2014 nos establecimos dos familias en forma permanente, sumándonos a los fundadores, Edu y Vicky”, cuenta Carla, la hija de este matrimonio, quien añade que “a partir de la pandemia, se incorporaron dos núcleos familiares más y actualmente somos 11 personas residiendo”, aunque aclara que la comunidad en torno al proyecto es mucho mayor. En general las ecoaldeas, por esencia, no deben estar superpobladas. Suelen tener decenas de integrantes o, en el caso máximo, llegar a ser 250. Entre ellos se reparten las rutinas: un par se dedican a la cocina, otros a la fabricación de materiales, también a las huertas, al ganado o al mantenimiento. Los sábados suelen ser días de limpieza general. Y cada jornada normalmente destina un tiempo a la conexión con la naturaleza. “Venimos trabajando en la recuperación de las celebraciones populares asociadas a las festividades en torno al ciclo solar o rueda agrícola –acota Carla–. El próximo fin de semana haremos el Festival Brota para celebrar el Equinoccio de Primavera”.

Remansos para las familias que buscan otra vida.

La tierra prometida

También están aquellos que aún sin un lugar, están generando las condiciones para cuando encuentren “la tierra prometida”. En eso está la Comunidad Ikiru, liderada por Agori, un joven de 33 años cuya vida dio un vuelco hace unos años tras haber sufrido cáncer: “Se basa en no tener que poner capital y que podamos tener nuestro techo y alimento desde nuestra propia producción, o de donaciones. El tamiz para ser parte es la nobleza, los valores”.

Hace un par de años, convencidos de que tenían que cambiar de aire, Agori, su mujer y su bebé dejaron el suelo porteño para adentrarse en Merlo, San Luis. Pero en plena cuarentena la pasó mal. La policía puntana los apresó por estar fuera de horario en la vía pública. La justicia le abrió una causa y lo embargaron por medio millón de pesos. Ese fue el clic. “Entonces, vinimos a Villa Yacanto de Calamuchita, Córdoba, a partir de cosas muy esotéricas, sueños y revelaciones que me cuesta contarlos. Esto que visualicé lo empecé a explicar en el Instagram de Ikiru y eso resonó en quienes tenían que resonar”.

Hoy son cientos y varios de ellos se reúnen en un predio de Yacanto, adquirido por Nicolás, referente de la Asociación Civil Sol Naciente Comechingón, que destaca: “estamos creando un habitáculo, baños secos y vamos a seguir poniendo el lomo para poder construir un Centro de Desarrollo Personal”. Allí, periódicamente, realizan un encuentro para “trabajar el ser y el cuerpo” denominado Reansestría (volver al origen) donde Santy, más conocido como Siri, es clave. En su opuesto se encuentra Sofi. Tiene 32 años, es de Chubut, se dedica a dar clases de yoga, estudió geología y medioambiente. Se considera autodidacta, “con ganas de aprender de todo”. Ella aporta “la búsqueda de la autodeterminación basada principalmente en la Ley Natural. Es un área que uno sigue indagando porque es la experiencia propia de cada uno”, grafica.

Kalwasha (así se autodenomina) es licenciado en Filosofía y Teología. Venezolano, 35 años, se define como un investigador de la historia de la Humanidad: “practico la meditación, soy pintor y restaurador de arte sacro”. Aportará sus conocimientos en bioconstrucción y permacultura.

En Balcarce, una de las ramas fundamentales de la ecoaldea es el dictado de talleres de permacultura a la comunidad. En La Pampa, hace cinco años, el grupo Chakra Raíz creó una ecovilla en tierras públicas en desuso. Fueron juzgados, el fiscal los acusaba de ilegalidad y clandestinidad. La justicia los absolvió. Pero Anahí Montes, integrante del colectivo, remarcó el problema de fondo: «Pedimos que haya una sensibilidad sobre el problema del acceso a la tierra, la falta de cuidado de los recursos y el derecho al paisaje, es un problema de toda la sociedad».

La huerta y la alimentación natural en Cañuelas.
Del crossfit al Sistema de Trabajo Rotativo Orgánico

Gran parte de quienes viven en ecoaldeas vienen de grandes ciudades. Es el caso de Siri.

Siempre estuvo vinculado al deporte. Es profesor de capoeira, entrenador de alto rendimiento y de disciplinas de combate, especializado en musculación. Tuvo emprendimientos importantes de fitness en Buenos Aires y fue uno de los impulsores del crossfit en la Argentina. “Hace unos 15 años me di cuenta de que el estilo de vida en las grandes urbes era contraproducente e iba en la línea opuesta al desarrollo humano. Este progreso tecnológico, burocrático y el autoritarismo mercantil nos lleva a todos a la depresión y a la enfermedad”, enfatiza, como una sentencia. Entonces se mudó a Mendoza, empezó a conectar con la naturaleza e hizo “una investigación profunda en cuanto a antropología, biología y evolución”.

En Ikiru, la ecoaldea cordobesa, elaboró un Sistema de Trabajo Rotativo Orgánico (STRO). “La especialización del trabajo trae muchos problemas anatómicos y se genera una sobrecarga en el sistema desde el punto de vista orgánico. Lo que proponemos se basa en que todos pasen por todas las tareas y que se rote de una manera determinada de acuerdo a estudios antropológicos y necesidades fisiológicas de cada uno”, precisa Siri, y resume: “La gran mayoría somos urbanitas, entonces no estamos acostumbrados a trabajar en el campo. Lo importante es que no haya lesiones, que todo el mundo esté feliz y divertido con la tarea que le toca realizar. Vamos a hacer inclusive más productivos”.

Cocinando por un sueño comunitario.
La «educación libre» fuera del sistema institucional

Buena parte de las ecoaldeas van «a fondo» con un estilo de vida alternativo. Incluso buscando otras formas de aprendizaje fuera de la escolarización formal, que despierta polémicas. Rosa ya se instaló en Yacanto y dejó atrás su Berazategui natal. Ella se encargará en Ikiru, Córdoba, de lo que se denomina Escuela Viva: “es otro concepto de educación, no tiene que ver con la burocracia de los establecimientos”. Su hijo Vincent de 7 viene de una experiencia similar en el Conurbano desde los 3. Supuestamente, se trata de un sistema que necesita del involucramiento de la familia: “se trata de aprendizaje autodirigido, más creativo y a su propio ritmo”.


Carla, del Centro Nakkal en Cañuelas, tiene dos hijos, de 11 y 8 años. Nunca estuvieron escolarizados. «Acá hay un proyecto de Educación Libre que lo están llevando a cabo seis familias, que son parte de esta comunidad extendida, que funciona tres veces por semana. Es para un nivel más preescolar. Entendemos la educación de manera más amplia y diversa. Creemos que hay muchísimas cosas para aprender que no están necesariamente en los programas que bajan del Ministerio”. Puntualiza que más allá de los prejuicios que puedan existir, “los procesos naturales de los niños los llevan a acercarse e interesarse en aprender ciertas cosas. Así se fue dando bastante orgánicamente con mis hijos que aprendieron a leer, escribir, hacer cuentas por su propio interés, así como fabricarse sus propios juguetes en el taller, o a armar un gallinero. Acompañamos ese proceso”.

La presencia de animales en granja suele ser una constante, como en Cañuelas.
Elementos

Generalmente, las ecoaldeas buscan ser autosustentables a través de diferentes proyectos que van desde el turismo, paseos naturales, talleres, cursos, elaboración de productos artesanales, trabajos de carpintería, herrería, hasta de luthier.


Para las viviendas, apelan a materiales sustentables y biodegradables, que van desde adobe y paja, hasta vidrio, que además de proporcionar una mejor iluminación natural, sirve como aislante térmico y acústico. Así se pueden ver filas de botellas como soporte de las estructuras de los hogares que suelen construirse como hongos. Imagen típica de las ecoaldeas.