El ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono produjo uno de los cambios más profundos y veloces en la historia de Estados Unidos y el resto del planeta. Días que conmovieron al mundo –como una pandemia, pero sin virus– que dejaron una onda expansiva de la que no parece fácil volver. Para entender qué sucedió luego de que dos aviones se hubieran incrustado –como en un film de Hollywood– en edificios tan emblemáticos de Nueva York, no es mal ejercicio constatar fechas y acciones del gobierno de George W. Bush.

No había pasado un mes de los atentados del 11-S cuando, el 7 de octubre, la Casa Blanca lanzó la Operación Libertad Duradera, destinada a dar caza del líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, el presunto organizador de los ataques, y desarticular al grupo terrorista.

A velocidad de rayo, el 26 de octubre el Congreso en forma casi unánime aprobó la Ley Patriótica. La USA Patriot Act es el acrónimo de Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act, o sea, Ley para Unir y Fortalecer EE UU de América Proveyendo las Herramientas Apropiadas Requeridas para Impedir y Obstaculizar el Terrorismo.

Foto: AFP

El pomposo nombre con la apelación al nacionalismo escondía el más fenomenal proyecto de vigilancia ciudadana en un país que se jactaba de la defensa de los derechos civiles y que además, no era la imposición de una dictadura sino el acuerdo de representantes de poderes elegidos por la ciudadanía. El objetivo explícito era ampliar la capacidad del Estado para investigar posibles –o imaginados– actos terroristas. El entonces senador Joe Biden justificó su voto favorable alegando que «el FBI podría conseguir una intervención telefónica para investigar a la mafia, pero no pudieron conseguir una para investigar a los terroristas. Para decirlo sin rodeos, ¡era una locura! Lo que es bueno para la mafia debería ser bueno para los terroristas «.

Las organizaciones de Derechos Civiles de inmediato plantearon la aberración de someter a la población a un estado de vigilancia permanente, lo que iba contra de las tradiciones más arraigadas del ideario estadounidense.

Una de las primeras consecuencias fue el crecimiento explosivo de agencias de inteligencia y personal de espionaje. En 2010, cuando aún el gobierno de Barack Obama era una promesa de otros aires en EE UU, el Washington Post publicó un extenso informe tras dos años de hurgar en todos los rincones del Estado. “El mundo ultrasecreto que creó el gobierno en respuesta a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 se ha vuelto tan grande, tan difícil de manejar y tan reservado, que nadie sabe cuánto dinero cuesta, cuántas personas emplea, cuántos programas existen dentro de él o exactamente cuántas agencias hacen el mismo trabajo”.

Oficialmente, la Comunidad de Inteligencia abarca hoy a unas 100 mil personas en 16 diferentes agencias. El Post encontró hace once años –no hubo ningún informe posterior para actualizar datos– que había 1271 organizaciones gubernamentales y 1931 compañías privadas relacionadas con el contraterrorismo, la vigilancia y la inteligencia en 10 mil lugares de EE UU y que empleaban a 854 mil personas.

El presupuesto para los programas de Inteligencia Nacional e Inteligencia Militar, según la Federación de Científicos de EE UU (FAS, por sus siglas en inglés, una organización creada en 1945) llegó el año pasado a 85.800 millones de dólares desde los 45.200 millones de 2001.

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En 2013 Edward Snowden reveló algunas de las operaciones que se hacían con esa montaña de dinero, vigilando no solo a ciudadanos sino a dirigentes políticos, mandatarios y hasta compañías de todo el mundo. La obsesión por la vigilancia corrió pareja con el fenomenal desarrollo de la industria bélica, azuzada por la invasión a Afganistán, a Irak y las incursiones militares en Libia y Siria. De los 331.800 millones de dólares presupuestados para Defensa en 2001, con Biden la cifra llegó a los 704 mil millones. Se entiende este incremento por tantos frentes de batalla abiertos en estos 20 años. Pero también por los cargos clave que tuvieron personajes que, cuando no son funcionarios, encuentran conchabo en la empresa privada.

Dick Cheney, vicepresidente y hombre fuerte del gobierno de Bush hijo, fue CEO de Halliburton Company, una petrolera que ganó muchos concursos para la reconstrucción de países devastados por las guerras. Donald Rumsfeld, coautor de la estrategia militar que propugna el caos para las regiones que no se sometan a EE UU, tenía intereses en la industria farmacéutica y bélica. Mark Esper, secretario de Defensa de Trump, ocupó una silla en el directorio de Raytheon Technologies, fabricante de armamento y de tecnología espacial. Su sucesor con Biden, Lloyd Austin, también.   «