El 8 de diciembre de 2001, cuando la Argentina transitaba los días previos a la mayor crisis político-económica de los últimos años, yo vivía en La Habana una experiencia inolvidable: ocho horas de diálogo ininterrumpido con Fidel Castro, caídas del cielo al finalizar una semana de deliberaciones del Foro de San Pablo, escenario en el que suelen debatir su presente y su futuro los partidos de izquierda de Latinoamérica.

Los privilegiados resultamos ser cuatro: Eduardo Tagliaferro, por entonces redactor de Página 12, Rodolfo Colángelo de la agencia Télam, Breno Altmann, un periodista brasileño de la revista Reportaje, y yo, que me encontraba en Cuba como parte de la delegación de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires y redactora de la revista Tres Puntos. En ese espacio de discusión, del que Fidel no se perdía ninguna deliberación, habíamos visto desfilar por el Palacio de Convenciones de la capital cubana al Ignacio «Lula» Da Silva que todavía no se había convertido en presidente e interpelaba a la dirigencia de izquierda a revisar los motivos por los cuales el progresismo había perdido tres elecciones consecutivas en su país.

En los encuentros casuales que «el comandante» solía protagonizar al finalizar cada jornada, nos atrevimos a pedirle una entrevista colectiva que él prometió analizar, y que respondería recién al concluir el Foro. El 7 de diciembre a las 8 empezó el último día de debate, y a las 23 el discurso de cierre a cargo de Castro. Seis horas después, cuando Fidel decidió ponerle fin a su alocución, los cuatro periodistas nos encontrábamos en la antesala del área privada del Palacio de las Convenciones, esperando al comandante quien, delante de todos los asistentes al Foro, nos había desafiado minutos antes: «A ver quiénes eran esos jóvenes insolentes que querían hablar conmigo…»

La desesperación por asegurarnos cintas para lo que, suponíamos, sería una larga charla con Fidel, nos ayudó a sobrellevar la espera. Hasta que su enorme figura verde olivo apareció en el salón seguida de un convite a compartir el desayuno. Una gran mesa blanca impecablemente servida por sus colaboradores fue el escenario montado -sin improvisación posible- para nuestro histórico diálogo.

De un lado de la mesa, cuatro ignotos periodistas de Argentina y Brasil. Del otro, Fidel Castro y su por entonces secretario personal, Carlos Balenciaga, a quien el comandante preparaba personalmente para convertirse en un joven cuadro político de la Revolución. A «Carlitos», como él lo llamaba, le pesaban los ojos: llevaba un día entero sin dormir, de modo que de a ratos cabeceaba sin pudor, tal vez acostumbrado a las interminables jornadas de 24 horas de su tutor.

La «entrevista» comenzó a las seis de la mañana, y terminó a las dos de la tarde. El mundo entero fue tema de conversación, y Cuba, la Revolución, y el Che, y Sierra Maestra, por supuesto. Desordenada, cargada de ansiedad, la charla fue caótica: «Me declaro incapaz de gobernarlos a ustedes», dijo en un momento, divertido, un Fidel que se resistía a ponerle fin al encuentro y reafirmaba con esa actitud su histórica rebeldía hacia el descanso.

Escribí la entrevista para el semanario Tres Puntos, con el que colaboraba habitualmente. La muerte de Fidel me llevó a revisar aquel encuentro en La Habana y confirmar que la palabra del comandante cobra vigencia 15 años después, con el regreso del neoliberalismo al continente.

Fidel decía en aquel diciembre de 2001 que el neoliberalismo y el capitalismo habían entrado en «período especial», trazando un paralelismo irónico entre la crisis económica mundial de principios de este siglo y la forma en que se denominó en la Isla a la durísima etapa posterior a la caída de la Unión Soviética. Y utilizaba como ejemplo lo que sucedía en la Argentina posmenemista a la que definía como un «barril sin fondo». Advertía, sin embargo, que en aquel contexto no había «condiciones para el socialismo» sino para «llevar adelante determinados objetivos y principios, más que proyectos».

Tres años más tarde, Sudamérica comenzaba a reconfigurarse detrás de algunos de esos «objetivos y principios comunes» en las figuras de Hugo Chávez –que ya gobernaba Venezuela-, Lula Da Silva, Néstor Kirchner (que ganaron sus presidencias en 2003), Evo Morales (2005) y Rafael Correa (desde 2006).

Decía Fidel: «Si empiezas a combatir el neoliberalismo empiezas a dar una batalla altamente beneficiosa en defensa de los intereses del país. Eso, si se deja de desvalijar al Estado privatizándolo todo, vendiendo todas las tierras, que es lo que ha pasado en la Argentina, que resolvía fácil el pago de la deuda externa para ser intachables y al mismo tiempo ser merecedores de una montaña mayor de deuda. Creó hábitos de consumo, crédito a todo el mundo y ahora hay que pagar la dolce vita. Al Estado hay que favorecerlo para que juegue el papel que le han arrebatado a favor de una economía racional y una distribución razonablemente justa de la producción. Yo no digo igualitaria, digo razonablemente justa».

La Argentina comenzó este año unnuevo ciclo de endeudamiento. Cualquier parecido con la realidad, no será coincidencia.