El proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo logró jerarquizar en la agenda argentina la enorme deuda de derechos que nuestra sociedad tiene con la mujer. El reclamo que ganó las calles y hoy pelea por su reconocimiento legal fue acompañado por el éxito de la serie “The Handmaid´s Tale” (El Cuento de la Criada), que fue tomada como ícono en las marchas organizadas por el colectivo Periodistas Argentinas en las cuales las participantes se manifestaron frente al Congreso vistiendo los atuendos utilizados en la serie por las Criadas: mujeres-objeto, utilizadas por las clases altas como vientres para concebir a sus hijos, sin ningún tipo de autonomía social o económica, sobre su imagen o su propio cuerpo. La metáfora es clara y hasta obvia, pero esta historia nos da pie a discutir otras desigualdades sufridas por numerosas mujeres a lo largo de la historia.

En el segundo episodio de la segunda temporada de esta serie, a una docente de Biología Celular le sacan sus horas de clase para que se dedique exclusivamente a trabajar en sus líneas mitocondriales. Es un comentario sutil. Las mitocondrias son pequeños complejos presentes en nuestras células que, a diferencia de la mayoría de nuestros caracteres, sólo pueden ser transmitidas de madre a hijo. Una persona sólo puede heredar mitocondrias de su madre. Más adelante en la historia, esta docente se convierte en una de las Criadas, una esclava utilizada exclusivamente para la reproducción. Es decir: perdió todas sus horas de docencia para dedicarse exclusivamente a mantener su línea mitocondrial. Una sociedad conservadora impuso un rol de género establecido por encima de su oportunidad de trabajar en ciencia y docencia.

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Más allá de la ficción, ésto no sólo se reitera para muchas mujeres a lo largo de la historia, sino que aún muchas que sí lograron insertarse en el ámbito académico vieron sus logros encubiertos en favor de sus compañeros varones. Se lo conoce como Efecto Matilda en honor a la sufragista Matilda Joslyn Gage, quien notó este fenómeno en su ensayo del año 1883 ”La mujer como inventor”. Uno de los ejemplos más conocidos es el caso de Rosalind Franklin, cuyo trabajo fue clave para el entendimiento de la estructura de doble hélice del ADN que les dio a James Watson y Francis Crick su premio nobel en 1962. Ella no fue ni citada ni agradecida.

Hilde Mangold descubrió el Organizador de Spemann, la región del embrión de rana que se encarga de definir la región dorsal. Su descubrimiento, que constituyó su tesis doctoral, llevó a la embriología animal al siglo XX y le valió el Premio Nobel a su director de doctorado, Hans Spemann, en 1935. Ella no fue galardonada porque murió en un accidente doméstico alimentando a su bebé y los Nobel no son póstumos.

Frieda Robscheit-Robbins armó los primeros modelos animales para la anemia y fue parte del grupo cuya investigación fue galardonada con el Premio Nobel de Medicina en 1934. Fue la única del grupo que no fue galardonada. Era la única mujer.

Sandra Myrna Díaz fue la sexta argentina en ganar un Premio Nobel. En 2007 recibió el lauro por su contribución a la Paz junto con el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático y Al Gore. Casi jamás es incluida en el panteón argentino de premiados con la excusa de que no ganó el premio sola, aunque César Milstein es constantemente reconocido y también compartió su premio. Los otros 5 ganadores argentinos son varones.

Así como estos casos, existen cientos más. Lise Meitner, Chien-Shiung Wu, Jocelyn Bell Burnell, entre muchos otros nombres desplazados. La lucha por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito nos llamó a reflexionar una vez más sobre el relegado rol de las mujeres en nuestra propia disciplina. No se trata sólo de darles a estas mujeres el reconocimiento que se merecen, sino de evitar que atropellos como éstos vuelvan a ocurrir.