En su discurso en La Plata, y en todas sus intervenciones anteriores de 2022, Cristina Kirchner hace siempre una apelación al peronismo. Se mezclan en ella la reivindicación de sus dos períodos de gobierno, y una obsesión con sus enemigos dentro del sistema institucional, que tal vez la lleva a hablar poco de lo que más preocupa a sus votantes: la inflación y los bajos ingresos. Sin embargo, todo vuelve al mismo punto: las políticas que propone la oposición, e incluye en ella a los ataques contra ella, todo tendría el objetivo de sacar al peronismo de la cancha. Una mística de la resistencia, que es un llamado a mantener una unidad. Una unidad defensiva, en la que al peronismo lo que lo une es el miedo a Juntos por el Cambio y los factores de poder.

Esa estrategia tiene sentido: ahora que la oposición está fuerte, y el oficialismo -que ella integra, aunque juegue a no hacerle- está debilitado por el peso de la inflación y el malestar, en Juntos por el Cambio impera la tentación del «internismo del ganador», pero en el Frente de Todos no hay alternativa al abroquelamiento. Y allí, mal que le pese, Cristina Kirchner se ha quedado algo sola en la función de liderar. No hay mucho más que ella para conducir la unidad necesaria para que el FdT se mantenga competitivo. Los gobernadores son buenos para ganar elecciones en sus provincias pero, como ya dijimos varias veces en esta columna, hoy lucen incapaces de presentar un proyecto nacional. El peronismo moderado de Massa y los neolavagnistas sobrevive en los despachos de la gestión pero perdió contacto con el mundo de la política electoral. Y en el cristinismo-kirchnerismo, todo pasa por ella.

Y por eso, como decíamos, es una tarea solitaria. Ella es la única oradora que importa, y a ella le toca la responsabilidad de que el peronismo no sufra un shock de urnas. Dado que el dispositivo de poder en el peronismo reside en el apoyo de los votantes al liderazgo popular que los representa, no le queda otra que proveer resultados. Porque si no lo hiciera, todos seguirán con la mirada puesta en ella, esperando que haga algo. La maldición de ser CFK, hoy, es cargar sobre sus espaldas la responsabilidad de salvar al peronismo. Tiene tres tareas por delante: ii

i. reorganizar al gobierno detrás de un mecanismo de gobernabilidad que garantice efectividad e innovación en la toma de decisiones, ii. coordinar la unidad del peronismo para presentar una oferta sólida de continuidad, y iii. decidir quién será el candidato que sucederá a Alberto, que puede ser ella misma o alguien que ella señale, incluidos Massa o el propio Alberto. Probablemente, ya está en todo eso. Y, también, es probable que todo lo que dice y hace vaya en la dirección de encarar los tress desafíos en forma simultánea. Mientras tanto, tiene que terminar de resolver cómo hará para pedir a los votantes que vuelvan a votar por el Frente de Todos -o como finalmente se llame la coalición en el 2023- sin ponerse la camiseta del gobierno. Hace 30 años, eso era una misión imposible. Pero estamos en 2022, en la era del storytelling, la comunicación efímera y la memoria selectiva, y el horizonte de lo que se puede ser y hacer en una campaña se ha extendido notoriamente. Sí: es posible ser vicepresidenta, representar al oficialismo electoral, y no poner las manos en el fuego por tu presidente. Ya nadie se escandaliza por esas aparentes contradicciones. Le toca a Cristina Kirchner encontrar su propio tono en un equilibrio que es difícil, pero puede funcionar siempre que tenga a un peronismo unido detrás de una misma estrategia.