El maestro Abelardo Castillo (1935-2017) ha dejado, a pesar suyo, algunas máximas (o mínimas como le gustaba bromear) acerca de la escritura. “No describas sino lo esencial. La posición de un pie, en casi todos los casos, es más importante que el color de los zapatos”. Más acá en el tiempo, en una entrevista con elDiarioAR, la escritora Alejandra Kamiya contestó sobre sus preferencias (su estilo). “A mí me gusta mucho el cuento por esto de la síntesis y de la intensidad que tiene que tener. Conmigo y con lo que escribo suelo usar el verbo pavear para intentar explicar esto: en el cuento no se puede pavear ni una línea”. Enseguida reforzó: “Primero pienso mucho y ya antes de sentarme a escribir voy quitando cosas o, mejor, voy buscando el camino más limpio. Sí, limpio es la palabra”.

Haciendo eso de llenar los espacios entre la información, se puede decir –inventar– que la joven Kamiya tuvo durante los años que asistió al taller literario de Castillo uno de esos encuentros fundantes que sellan pactos. Algo más o menos así: una palabra inoportuna puede estropear un buen cuento.

Editado por Eterna Cadencia, La paciencia del agua sobre cada piedra viene a probar lo enunciado: dieciséis cuentos que son, al mismo tiempo, despojo y esencia; los grandes temas –la soledad, el odio, la espera, el deterioro, la amistad, el miedo, la muerte y el amor– contados en piezas sutiles, con un ritmo reposado, confiando en la contemplación y en las comparaciones. La belleza, nos muestra la autora, no necesita adornos.

“Vio a la garza levantar vuelo sin dejar tras de sí nada, llevándose consigo la posibilidad de la belleza, de lo que es verdad y por eso es bueno”, escribe Kamiya en La garza, suavizando el decreto de que la belleza es lo único verdadero. En este cuento, como en otros, lo animal sirve para explicar lo humano: el odio que siente Leiva por Jáuregui (“Con un ahínco que se parecía al afecto”) y también el amor romántico (“Todo en el cuerpo de Renata Arce era una condena para Leiva, que ya no pudo escaparse a ninguna otra mujer”); la espera de Renata (“Como una rueda que gira sola en el vacío”) y la búsqueda de Augusto (“Algo en qué creer”). Justamente, Augusto que “no tenía mujer, ni familia ni Dios” vive la posibilidad de escribir como “una forma de fe”. Segundo decreto.

Lo que importa, entonces, es la belleza que provoca el encantamiento (en el sentido de someter a poderes mágicos) y que desplaza cualquier debate inútil sobre el realismo, la literatura del yo y otras fórmulas usadas por los críticos. A ningún lector o lectora de Kamiya le parece desacertado que un perro se pregunte por el sentido de la vida, que un mono conviva pacíficamente (o no tanto) con una mujer o que la protagonista decida que la felicidad es “estar echada con las piernas y los brazos abiertos” sobre el cuerpo de un elefante. Existe porque es bello; dicho de otro modo, lo creo porque está bien escrito.

Kamiya nació en Buenos Aires, hija de un padre japonés y una madre argentina. Sin la formación esperable en Letras, ya de grande, camino al supermercado, vio el anuncio de un concurso que premiaba al cuento ganador con un día de spa. Por supuesto lo ganó, y entendió que debía hacer algo con eso: se anotó en el taller de Inés Fernández Moreno y luego pasó al de Castillo. Publicó los libros de cuentos Los árboles caídos también son el bosque (2015) y El sol mueve la sombra de las cosas quietas (2019). 

La paciencia del agua sobre cada piedra viene a continuar la tradición de títulos largos, en apariencia ampulosos, pero que se imponen porque el misterio de la poesía funciona con imágenes. También es la confirmación de Kamiya como escritora de historias sencillas sin mayores intrigas ni sobreanálisis psicológicos porque, como enseña la hija que lidia con el deterioro de la madre en Los ensayos, “lo que uno puede es siempre menos de lo que uno quiere o debe, siempre es menos porque menos es la medida de lo humano”.