En el origen fue el “chamuyo”, ese inefable atributo capaz de derretir témpanos y conquistar territorios, hasta el momento, inexpugnables. Después se instaló aquello de que “billetera mata galán” y si la inmensa mayoría no cayó en desgracia solo se debió a la fuerza democratizadora del baile: nadie se resiste al movimiento coordinado y sensual. Sin embargo, el siglo XXI, y en especial la era de las redes sociales y la cultura millenial, determinan un nuevo (¿revolucionario?) modo de relacionarnos con los demás. Hoy un encuentro casual es casi utópico, porque los nuevos dispositivos tecnológicos lo propician. La buena noticia es que hay aplicaciones para todos los gustos, que optimizan los tiempos y permiten realizar un filtro previo para salir de casa conociendo la cita de antemano; o que imponen nuevas costumbres sexuales y cambios en los modelos de belleza masculinos y femeninos ¿La mala? Quizás sea, también, todo lo enumerado anteriormente. 

“Uno puede suponer que existe un ida y vuelta, que la búsqueda de vincularse también condiciona el desarrollo de la tecnología, porque las computadoras no fueron inventadas para buscar parejas, sino para hacer cálculos y almacenar información. La cibertecnología puede condicionar la forma de relacionarnos en el sentido de cómo uno se relaciona a través del anonimato, y la distancia”, reflexiona Diana Litvinoff, psicoanalista y autora del libro El sujeto escondido en la realidad virtual. 

Para la especialista, la distancia genera relaciones difíciles porque evita el encuentro en la realidad. “Tienen temor de exponerse –explica–, del contacto con los otros, se convierten en fóbicos, por eso muchas de las relaciones que se iniciaron en el campo virtual no terminaron en un encuentro real.” 

El anonimato, la otra característica inherente al ciberespacio, “facilita la expresión de sentimientos y de fantasías, pero no funciona cuando se da el cara a cara. Es un juego histérico que favorece el escondite.” 

Hay, claro, una veta práctica de la conquista, largamente legitimada. En palabras de Alejandro Dolina: “Todo lo que un hombre puede hacer, sean proezas y hazañas o simplemente hechos destacables, lo hace para levantarse a una mina.” Por supuesto, tal idea trasciende el género y la elección sexual y hasta tiene un fundamento biológico: como seres vivos, gran parte de lo que hacemos tiene como objetivo último la cópula, y en términos generales, la preservación de la especie. 

Por suerte para la nuestra, existe Tinder, la aplicación estrella para la búsqueda de parejas (desde su creación en 2012, la progresión de sus descargas fue en aumento hasta llegar a los más de 50 millones de usuarios activos con los que cuenta hoy, repartidos por todo el planeta). El funcionamiento es bastante simple. Uno examina –según la necesidad, con menor o mayor clemencia– cada una de las fotos y decide si le gusta o no lo que ve. Cuando dos usuarios se eligen mutuamente, se produce un emparejamiento (match). A partir de ese momento, los interesados pueden empezar a comunicarse a través del chat. La esencia de la aplicación es la famosa primera impresión, porque la información que se ofrece, mas allá de la imagen, es muy poca. 

El éxito de Tinder inspiró a otros desarrolladores. HAPPN, por ejemplo, es una app que promete encontrar a personas con las que uno alguna vez se cruzó, le gustó y le encantaría volver a ver. Funciona con un geolocalizador que permite, en tiempo real, recibir la notificación con el perfil de usuarios cercanos a la ubicación propia. Además informa el número de veces que el usuario se han cruzado con su potencial pareja y le permite presionar el “corazón” si alguna persona que anda cerca le gusta. Si hay coincidencia, le avisará a los dos. 

Un poco mas liberal es 3nder, la app para contactarse con solteros o parejas open mind que deseen experimentar una relación de tres personas. Funciona de manera muy similar a Tinder: los interesados intercambian fotos y mensajes, y el programa le avisa a los usuarios compatibles con otros dos. Pero en este caso las conversaciones se autodestruyen en tres días y, en modo incógnito, se protege la identidad del usuario. 

Pero si algo permiten las redes sociales es la segmentación de todo tipo de públicos: Sticht, se presenta al mundo como “el Tinder de los jubilados”; Jswipe, es una aplicación que busca emparejamientos sólo de judíos; Sizzl, destinada a generar encuentros íntimos hipersegmentados, por ejemplo, entre amantes de la panceta. 

La palabra innecesaria

La multiplicación de herramientas pensadas para buscar parejas es el mejor indicador de la demanda. Sin embargo, hay voces que se permiten, cuanto menos, dudar de sus ventajas. 

“El dispositivo tecnológico hace el trabajo que antes hacían las personas, por lo que hay un empobrecimiento de lo simbólico, que tiene que ver con la palabra. Es como si en la actualidad ya no fuera necesaria la palabra y entonces es reemplazada por signos. Eso es un empobrecimiento del sujeto, así que en este punto la tecnología no nos enriqueció”, opina Esther Any Krieger, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y autora del libro Sexo a la carta. Costumbres amorosas en el siglo XXI. 

Lejos de renegar de su influencia de la tecnología, Krieger reconoce: “Nuestra vida no va a ser mas sin ella”, pero advierte que está en nuestras manos aprovechar sus beneficios. “Hoy, la tecnología se usa en todos los terrenos, ¿cómo no va a afectar al amor y a la sexualidad? Pero depende de cómo se la use, va a enriquecer o empobrecer la escena de la alcoba.” 

La omnipresencia del celular, para filmarse o fotografiarse, también es una costumbre sexual que inauguró la era digital. El fenómeno, además de instalar cambios en los modelos de belleza masculinos y femeninos (el abdomen marcado del hombre y el pubis lampiño de la mujer por mencionar algunos estereotipos) puede potenciar ciertas conductas, como el voyeurismo o el narcisismo, sin que eso signifique necesariamente una transgresión.  “Lo íntimo –dice Litvinoff– es un producto cultural. Hoy es común que alguien se saque una foto desnudo o se filme teniendo relaciones porque lo que se considera íntimo se ha desplazado. Sin embargo, se siguen tapando otras cosas, por ejemplo, lo que significa para cada uno el amor o el rechazo. Lo que se muestra es solo lo que se quiere mostrar, esa ilusión de felicidad, pero la intimidad nunca sale a la luz, siempre se esconde.” 

Nuevas fronteras para el placer

El sextech o tecnología sexual se convirtió, además de en un gran negocio (según los cálculos, la industria podría alcanzar en 2020 los 50 mil millones de dólares de facturación anual), en la última respuesta a las exigentes demandas de la sexualidad humana.

En la década del ’60, el vibrador se lanzó de lleno al mercado de consumo masivo, asociado al placer y, más recientemente, a la salud sexual. Fue el paso inicial de la lucrativa industria de los juguetes sexuales, que deben parte de su éxito a la evidencia de que el placer personal mejora la salud.

En ese sentido, la incorporación de la realidad virtual, la robótica y la inteligencia artificial parecen haber abierto numerosas posibilidades para el desarrollo de estos placeres mediados por la tecnología. Los productos orientados a las mujeres, así como al cuidado y desarrollo de las zonas genitales, se presentan como el punto fuerte de esta industria. De acuerdo a los fabricantes, los principales intereses de las marcas están orientados a la estimulación individual o colectiva, a la búsqueda de nuevos materiales y a diseños hiperrealistas de, por ejemplo, las tradicionales “muñecas inflables”. También se le dedica mucha atención al control remoto, a la mayor duración de la carga y a la moderación del tamaño. 

La incorporación de sistemas de sensores para personalizar los juguetes sexuales en función del placer de cada individuo es otro de los puntos fuertes de este desarrollo sexual-tecnológico. La última novedad son unos trajes que llevan sensores y que provocan la sensación de estar teniendo relaciones sexuales con otra persona. También gana muchos seguidores la llamada “teledildónica”, que es la práctica del sexo en una realidad virtual simulada por computadoras, y que desarrolla juguetes sexuales controlados a distancia por la pareja del usuario o hasta por una estrella porno (a la que, por supuesto, hay que pagarle).