Uno de los datos políticos destacados del último año y medio, aunque suene antipático a ciertos oídos, es la cohesión que preservó Juntos por el Cambio. Llegaron al gobierno a fines de 2015 y fracasaron. Se apela en estas líneas a un pragmatismo puro y duro para medir el “éxito político”. Se dejan de lado valoraciones ideológica sobre el rumbo del país.  Bilardismo al palo: un presidente que no logra la reelección es un presidente que ha fracasado. La única excepción es si no compite por su propia decisión, como hizo Néstor Kirchner en 2007 impulsando la candidatura de CFK.

Mauricio Macri fracasó y, sin embargo, Cambiemos mantuvo la cohesión.No ocurrió lo mismo cuando Daniel Scioli perdió con Macri. El peronismo venía dividido y se fragmentó todavía más. La reunificación comenzó luego de las elecciones de 2017, cuando quedó claro que incluso el potentísimo liderazgo de CFK no podía derrotar a la derecha solo. “Nadie se salva solo”, ni del Covid, ni del macrismo.

Un aspecto que colabora con la cohesión de la derecha es que parte de la conducción la tienen los medios del establishment. Cuatro gritos de Leuco junior tienen más peso que la palabra de varios diputados nacionales de Cambiemos. La UCR no se fue ni se irá de esa coalición. Como dijo Leopoldo Moreau varias veces en privado y en público: están cómodos siendo el brazo territorial de la Argentina conservadora, acurrucados por Clarín, La Nación, Infobae, la embajada americana, el sector concentrado de la argentina agropecuaria. Es un destino sin retorno.

La derecha no se fragmentó. Acaban de resolver una sucesión en la conducción sin que llegue una sola gota de sangre al río. Macri se fue al Mediterráneo para la vacación que le toca cada 30 días y le entregó el bastón de mando a Rodríguez Larreta. Si lo hizo puteando por lo bajo no tiene importancia. Los cruces en política son suspiros en el viento si cuando llega la batalla electoral se conserva la unidad.

En el Frente de Todos también hay diferencias. Una subió a la superficie en el discurso de Máximo Kirchner esta semana en Diputados. Sin apuntar de modo directo al gobierno, cuestionó que la Argentina modifique sus leyes por la presión de un laboratorio. Y el presidente, en el acto del 9 de julio, sostuvo que ningún laboratorio lo hará firmar algo “en contra del país”,  defendiendo el DNU que cambió una parte de la Ley de Vacunas. Sería largo aquí analizar el decreto en detalle para sopesar cada posición.

Los medios de la derecha se montaron sobre esto para  mostrar un oficialismo supuestamente trabado en sus diferencias internas. Sería bueno recordar que cuando gobernaba Cambiemos, Elisa Carrió impulsó públicamente el juicio político contra el ministro de Justicia de Macri, Germán Garavano. Fue un conflicto unas 100 veces más potente que el altercado de indirectas entre el jefe de bloque del oficialismo en Diputados y el presidente.

Sin embargo, es momento de apelar a otra frase popular, la que sostiene que “los trapitos se lavan en casa”. La elección está a la vuelta de la esquina. Y no va a ser sencilla. El éxito de la campaña de vacunación desde mediados de mayo es el punto más fuerte del Gobierno nacional. Y el retraso de los salarios es el más débil. Una parte importante del 48% que acompañó al FdT hace dos años jamás votaría otra opción. Y comprende que la pandemia fue una bomba nuclear que impidió la recuperación de la actividad, del mercado interno, y de los salarios. Pero hay segmentos de ese voto que son más lábiles y que hay que volver a convocar. Es hora de volver a ilusionar, de recrear la mística del 2019.