Estuve ahí. Fui una de esas pequeñas manchas celestes y blancas que componían la marea humana, los 5 millones de personas que esperaron el paso del plantel de la Selección en su regreso al país después del triunfo en Catar. Esperé en vano, sobre la avenida Lugones, porque el paso no se produjo. También fui una de las tantas a las que no les importó que no llegaran. Más que la alegría de verlos a lo lejos se trataba de estar ahí, de que ellos supieran que éramos millones quienes queríamos agradecerles. Se trataba de sumarnos a esa marea humana, festejar, cantar, bailar, reconocernos por las calles vestidos de celeste y blanco, ser felices con la extraña sensación de estar todos y todas del mismo lado.

Desde la mañana temprano, nos pasamos mapas del recorrido. La información cambiaba en cuestión de minutos y la decisión sobre cuál era el mejor lugar donde esperarlos se modificaba. “¿Alguien sabe dónde está el micro?”, se repetía de mesa en mesa en el bar en el que paramos a tomar algo, en la calle, en las redes. Y, sorprendentemente, al confirmar que nunca lograrían, porque su avance era mínimo, no sentimos frustración sino consenso de que eso era lo lógico, de que mejor no avanzaran más. La preocupación dejó de ser que no llegaran para convertirse en otras: “¿Esos chicos (los campeones mundiales) tendrán puesto protector solar?”, “¿nadie les puede alcanzar gorras para que no se insolen?”, “¿estarán bien hidratados?”, “¿cómo van a lograr sacarlos de ahí?”, “¿los helicópteros son seguros?”, ¡que lo dejen a Messi ir a tirarse al pasto a tomar mate con Antonella!, ¡que vayan a sus pueblos, con sus familias!

Tuve muchas objeciones con respecto a que el mundial se celebrara en un país donde hay serias restricciones a los derechos de las personas LGTBI+, de las mujeres y de los trabajadores. Mis objeciones no desaparecieron cuando vi cada partido, cuando sentí taquicardia en alguna jugada, cuando festejé los goles, cuando me di vuelta para no mirar los penales, cuando salí a regar las plantas -mi cábala para que las cosas salgan bien-. Tampoco desaparecieron con la tercera copa mundial en casa. Ni mucho menos con los dichos de argentinos con distintas responsabilidades cívicas que parecían voceros de Catar intentando minimizar esas circunstancias. No me alcanza ni el “está escrito en alguna parte que no se puede, pero no pasa nada”, ni el “tengo muchos amigos gays que me dicen que está todo bien”. Nada de lo que pensaba con respecto a este tema se modificó. Pero también soy consciente de que, en un mundo capitalista y patriarcal donde las reglas del juego las ponen los que mandan -que siempre son otros- y a pesar de todas las luchas que demos por cambiarlas, no hay que dejar que además nos roben la alegría. Nadie, ni periodista, ni político, ni troll, ni el amargo vecino de al lado que siempre tiene a mano una objeción inoportuna aunque nunca salió a la calle a batallar un derecho. Somos un pueblo sufrido, dividido, con muchos asuntos por resolver, con defectos y virtudes que me reservo para otro momento. Pero en nuestro ADN hay un dato indiscutible: somos un pueblo futbolero. Y no sólo nos gusta ese deporte: jugamos bien a la pelota y ganamos campeonatos. En un mundo con tremendas desigualdades y violaciones a los derechos de las personas, donde se esgrime la palabra cultura o religión para avalar desde que una mujer no pueda educarse, hasta la ablación de clítoris o la pena de prisión por tener una pareja fuera de lo heteronormativo.  En un país que no pertenece a los círculos de poder pero donde existe aborto legal seguro y gratuito, ley trans, matrimonio igualitario y recibimos a inmigrantes casi sin restricción alguna.

El futbol es pasión y es catarsis necesaria. Es deseo y alegría compartida cuando juega la selección.  No tengo dudas de que hay que seguir luchando por cambiar el mundo. No tengo dudas de que a instancias del futbol no se debe avalar que ningún país que restringe los derechos de las personas limpie su imagen. Pero conscientes de eso y de que el dueño de la pelota es otro, cuando la tira al potrero y rueda se hace imposible que nuestro ADN no indique que tenemos que ir a patearla. Entonces, que vaya ahí nuestra selección, ésta, estos chicos, este entrenador, este cuerpo técnico, a jugar y a hacernos felices.  El tiempo que esa felicidad dure. Porque no tenemos muchas cosas, pero tenemos derecho.