Los Mundiales siempre me parecieron unidades de tiempo, una manera de parcelar la vida. Uno sabe, aproximadamente, cuántos mundiales le quedan. Los jugadores también lo saben: por lo general juegan un promedio de apenas 1 o 2 mundiales. Claro, hay excepciones como Lionel Messi o Cristiano Ronaldo, o, más atrás en el tiempo, el aguerrido alemán Lothar Matthäus. Los tres jugaron 5 mundiales.

Desde que nací, ya pasaron 11 mundiales, y vi a Argentina tres veces Campeón Mundial. Uno se acuerda más o menos lo que estaba haciendo en cada mundial. Del primero que tuve consciencia fue México ’70; todavía tengo frescas las imágenes de Pelé desplazándose grácilmente entre los defensores italianos y ese ramillete de camisetas verdeamarillas que no paraban de acariciar y pisar dulcemente una pelota que se deslizaba por el césped como una bola de billar. Me estoy remitiendo a los recuerdos más lejanos, cosa de probar, de exprimir a la memoria, esa gran impostora: la quiero meter en un túnel del tiempo, tal vez sea una manera de recuperar lo perdido para siempre.

Del Mundial de Alemania ’74, recuerdo una especie de chicharra constante que sonaba durante todos los partidos, una especie de antecedente de las vuvuzelas. En aquel mundial no nos fue muy bien, a pesar de que era un equipo que contaba con grandes jugadores como René Houseman, el “Ratón” Rubén Ayala, Miguelito Brindisi y el mismísimo Mario Alberto Kempes; los holandeses nos pegaron un pesto bárbaro, perdimos 4 a 1. Tenían a Johan Cruyff… Los llamaban “La Naranja Mecánica”.

El Mundial ’78 lo vi en cama: me agarré una hepatitis fenomenal que me tuvo en reposo durante varios meses. Se me vienen imágenes en blanco y negro de un televisor mal sintonizado, una confusión de camisetas de neorrealismo italiano y Daniel Bertoni haciendo una cabriola para patear hacia la red el tercer y definitivo gol albiceleste. Fuimos Campeones Mundiales por primera vez. Me quedó grabada la estampa longuilínea del Flaco Menotti, paséandose cerca del círculo central, el rostro desencajado, las solapas del abrigo levantadas…se parecía tanto a Humphrey Bogart en Casablanca… Hacía mucho frío en ese junio en Buenos Aires. No nevó, pero casi.

En España ’82, llegamos como campeones pero la ilusión pronto se desvaneció. Maradona expulsado frente a Brasil y los partidos transcurrían en medio de la Guerra de Malvinas. La cosa venía mal barajada y el Diego que debutaba en los mundiales con el pie izquierdo, mientras yo empezaba mi juventud.

Y llegó el tiempo del Estadio Azteca. Enfrente de la Facultad de Filosofía y Letras (que en ese entonces estaba en Marcelo T. de Alvear y Uriburu) había un bar que se llamaba “El Tutu”; el mozo era gallego y ponía todas sus fichas al bombardero español Emilio Butragueño. Corría el año 1986 y Bilardo era resistido por buena parte del periodismo. En los amistosos previos al mundial, la selección había tenido un desempeño desastroso y el horizonte se había llenado de dudas. Pero el Narigón tenía armas secretas que emplearía en los estadios mexicanos. El Diego, inspiradísimo, estaba a punto de escribir los mejores poemas de su vida. Fue imparable, fue alado, místico, barrial, pícaro y genial. La final con Alemania la vimos en la cocina de la casita de mis viejos en La Boca. Nos acompañaban dos queridos amigos: Marcos y Aldo. Hay momentos epifánicos en la vida: la corrida de Burruchaga fue uno de ellos.

¿Se puede tener nostalgia de algo que sucedió hace tres días? Cuando empató Francia se me aflojó todo el cuerpo, no me podía ni mover, y partir de allí empecé a viajar en una montaña rusa. Curvas, bajadas violentas, ascensos imprevistos. Velocidad del corazón. Me caía un sudor frío por la espalda. Penales. Pero yo estaba seguro que el Dibu se iba a mandar alguna travesura. Y así fue. Tengo un amigo que no mira los penales: tanto con Países Bajos como con Francia se fue con su perro a dar una vuelta a la manzana; se iba guiando con los gritos de la gente y con el último penal de Montiel se enteró que ya éramos campeones….un hombre que pasaba lo abrazó y le dio un beso, gritando la palabra sagrada: ¡campeones! «