Cin, una amiga de Puerto Rico que lleva dos años en Argentina, se compró una casaca trucha de la Selección. Meli, de Guatemala, con ese mismo tiempo acá, se compró otra. Yo por contagio pagué 2000 pesos por una que tiene el escudo bordado, la empecé a usar desde el segundo partido. Llevo nueve años viviendo en este país y dudaba si ponerme una remera celeste y blanca.

A la gente le asombra que lleve tanto y no haya cambiado mi acento. No digo «Che», no hablo de vos. Sin embargo, cuando voy a Colombia a visitar a mi familia y amigos, me dicen que me argentinicé. Digo «placard» en vez de «closet», eliminé la palabra «coger» para decir que agarro algo. Interioricé la palabra «paja» para hablar de la pereza. Tomo más mate que café. Hago el gesto de puñito.

Intento ubicarme en un idioma híbrido para que me entiendan en los dos lados, para que me entiendan acá y para que allá no me recriminen y me tilden de que pretendo ser argentina. Si necesito algo para escribir pido un bolígrafo, así no quedan en blanco si pido un esfero, así no me obligo a usar la palabra «birome».

Si acá dicen «ponele» yo digo «ponle». Digo que voy «a lo de» y no «a donde». Pido que me banquen si me demoro. Digo que soy chonguera en vez de noviera.

Otro amigo colombiano que nunca ha venido a la Argentina publicaba un meme en el que se veía a una persona de piel marrón, con rasgos de la India, con la celeste y blanca. El copy decía: «Así se ven los colombianos alentando a Argentina». Él se creyó el cuento de que Argentina es blanca.

Mis compas migrantes salieron a festejar, se organizaron para ver los partidos. Se enchufaron las remeras originales, truchas o inventadas. Lloraron. Lloramos. Caminamos el domingo bajo el sol de las 15:00 en peregrinación al Obelisco. Para sumarnos a la masa argentina, para decir que estuvimos allí, acá, para constatar que lo vivimos. Para cantar ese «No te lo puedo explicar, porque no lo vas a entender».

Otro amigo migrante me habló de posibilidades. De que pasaron más de treinta años y justo a nosotros nos agarró este tiempo acá. Es una suerte vivirlo. Yo no me alegro por el pueblo argentino, me alegro como el pueblo argentino. Estaba un poco decepcionada porque a pesar de los años, no vi los partidos con amigos argentinos. Terminé viéndolos con la migrantada, yo quería ser más parte. Me recrimino porque pienso que no he construido vínculos tan sólidos con la gente de acá. Unos vínculos que me permitan tener un parche argento para ver fútbol. Como si hubiera algo de resistencia de parte y parte.

Stefi, una amiga bogotana que se quedó atrapada en Argentina, cuando empezó la pandemia eligió Salta como ciudad para resguardarse y vive allí desde entonces. Adoptó el «Che», ahora habla de vos y se come la letra ese al final de las palabras. También, a veces, se preocupa porque cambió su manera de hablar y se compara conmigo. Yo pienso que encontró una buena manera de pertenecer, no olvidó su origen, pero se adaptó a algo nuevo. El lenguaje es una forma de pertenecer o de resistir. En sus posteos en redes por el triunfo notaba cierta justificación «cómo no contagiarse», decía, se preguntaba, le explicaba, tal vez, a la gente colombiana. Ella lo vivió, lo vive en medio de argentinas y argentinos.

¿Y cómo no? Mi papá hizo un silencio cuando le dije que me esperara un toque porque tenía que ir a colgar la casaca para que se secara para el domingo. ¿Te emociona? Se preguntó y me preguntó. Sí, papá, le dije. Me respondió como encontrando una explicación para él: «Claro, hijita, cómo no te vas a emocionar. Si vives allá hace tanto. No lo elegirías como tu casa, si no sintieras cosas por ese país». Me dijo algo que cuesta aceptar, que esta es mi casa y que cada vez es más evidente que esa, la suya, Bogotá, ya no será más mi casa. Ayer dije en terapia que duele aceptar eso.

No sé cómo fue, si primero asumí lo obvio, que tengo una vida acá y me entregué a cantar y saltar por Corrientes el himno, y todas las arengas en las que gritaba con la mano levantada la argentinidad en primera persona. O si al cantarlas, asumí la vida que tengo acá. No me sentía buscando el permiso colombiano para levantar la mano por mi parte argenta. Me sentía entregándome a la idea –como en ese silencio de mi papá– de que tengo una vida acá, de que acá está mi vida, aunque pague el precio de no ver a mis papás cada domingo. De no ver un partido en familia o algo que se le parezca.

Alejandra Torrijos es periodista. Nació en Colombia hace 34 años y vive en Argentina desde 2014.