Los edificios que forman el skyline de Doha, esa colección de hiper modernidad, están apagados. Esta noche esas luces no están. Es como si alguien hubiera bajado una palanca y ahora a lo lejos se ven sus formas, entre la bruma, el aire que se mezcla con partículas de arena, el desierto metiéndose en la ciudad. En las estaciones tampoco hay voluntarios indicándonos «Metro, this way», lo que terminó en videos de Tik Tok, en remix de canciones o en reversiones de cancha como cuando los marroquíes les decían a los españoles «Madrid, this way». El Fan Fest, pegado al paseo marítimo Corniche, también está vacío, oscuro, sólo queda la liquidación del FIFA Store. La mascota La’eeb está a mitad de precio. Es lunes, ayer salió campeón la Argentina, se terminó el Mundial.

Lo que por ahora quedan son las vallas. Vallas que separan calles, vallas para entrar al metro, vallas para los ingresos a los estadios, vallas que no llevan a ningún lado. Todo está vallado. Las avenidas están valladas en el medio, incluso en algunas esquinas, lo que obliga a ir a la otra si hay que cruzar. Si algo está a diez metros, hay que hacer cien, quizá doscientos en una U permanente, como si nos metiéramos en un laberinto del que vemos la salida, está ahí nomás, pero nunca llegamos. Black Mirror no lo imaginó.

No fue fácil adaptarse a Qatar, a su urbanismo hecho a la medida de conductores de autos. A su fastuosismo que nos hace sentir adentro de una maqueta. A sus ciudades segregadas, como la zona industrial, el barrio de los trabajadores del petróleo y la construcción, una comunidad de hombres inmigrantes. Doha es una ciudad donde todo parece estar cerca y, sin embargo, todo está lejos. La primera fase, de cuatro partidos por día, generó la fantasía de poder estar en cada uno de ellos. Difícil, salvo moverse bien rápido, en auto y con entradas VIP. Pero es cierto que por primera vez Qatar 2022 permitió estar en al menos un partido por día, conocer incluso los ocho estadios. Desde el Al Bayt, a la entrada del desierto, hacia el norte, hasta el Al Janoub, en Al-Wakrah, al sur del país, pasando por el 974 Stadium y sus contenedores.

Qatar 2022 entregó momentos de gran fútbol, un cierre de fase de grupos que fue electrizante, y una final que será obra de libros y películas. Y la Argentina fue campeón. Lo que al principio parecía falta de color, de clima mundialista, porque quizá entendemos esa temperatura mundialista de un modo, con los europeos, más tradicional. Y ahí estuvo lo fascinante de Qatar. Porque ese ambiente era distinto. Fue el Mundial de los árabes, de los marroquíes, de los saudíes, y también de los indios, de los bangladesíes y los nepalíes, que fueron también los hinchas de la Argentina. Sin cerveza en los estadios y en las calles, con su cultura. Con las banderas palestinas en los estadios. Los argentinos, campeones del mundo, también son campeones en adaptación. Por eso también el Mundial fue de los argentinos con todos esos aliados.

El Mundial más político también fue quizá el más multicultural. Por fuera de los muchos asuntos que ocurren en Qatar, como su sistema laboral, mejorado a partido del Mundial, o la situación de la comunidad LGBT, también se llegó hasta ahí con muchos prejuicios. Lugares supuestamente prohibidos a los que fuimos, como los barrios de los trabajadores, y abrazos supuestamente prohibidos que al final nos dimos. Mucho quizá haya sido el efecto Mundial. Pero lo peor de todo fue la idea de que íbamos a un lugar sin historia futbolera cuando es una historia distinta, más nueva. No será la de las ligas europeas, pero hay ahí una historia. Pero más allá de Qatar están los inmigrantes, algunos que pudieron ir a los estadios, otros que lo vivieron en las calles, en Corniche, en el Souq Waqif, en Asian Town, donde se instaló otro Fan Fest, donde esos hinchas veían los partidos y pasaban el tiempo libre.

La FIFA hizo su negocio, por supuesto. Gianni Infantino anunció que el ciclo mundial de cuatro años le dejó US$ 7500 millones, mil millones más de lo que tenía previsto. Qatar hizo el suyo, tuvo su Mundial. Más que a Occidente se lo mostró a su región, a sus vecinos de Medio Oriente. A su hermano mayor, Arabia Saudita, que quiere hacer el suyo en 2030 y que en 2017 encabezó un bloqueo contra Qatar. Pero con todo esto, ¿por qué el Mundial sólo puede ser de Europa, de los países donde el fútbol es la tradición? ¿Por qué esos hinchas de Asia no pueden estar cerca del fútbol de elite, de sus ídolos, de Lionel Messi? Asif, un indio de Kerala con el que caminamos por el mercado el lunes, cuando ya todavía había terminaba, iba feliz con su remera de Messi. Todavía me manda videos por WhatsApp de las celebraciones de Kerala. 

Qué será de Qatar ahora que terminó el Mundial es algo que todavía no se sabe. ¿Cambiará algo? «¿Y qué es lo que quieres? ¿Que se occidentalice?», nos dijo una tarde una periodista con muchos años viviendo en el emirato. Lo que volverá a Occidente será el Mundial. En 2026, con 48 selecciones, le toca recibirlo a Estados Unidos, México y Canadá. ¿Se escrutará la situación de los derechos humanos en Estados Unidos desde ahora? ¿La situación de la comunidad negra y la persecución policial? ¿Se debatirá la pena de muerte en algunos estados? ¿Y la tenencia de armas? Son preguntas ahora que ya terminó Qatar. «