La pelota se pierde en el fondo del arco. Montiel acaba de hacer el cuarto penal de la definición y somos campeones mundiales. Como un tsunami que todo lo arrastra, la felicidad nos cubre inmediatamente. Un tsunami que se lleva la angustia, las plegarias, las promesas realizadas, el horrible presentimiento de que podíamos perder algo tan deseado. Somos campeones, nos repetimos entre lágrimas, gritamos, reímos, nos abrazamos con los que tenemos cerca. Y de pronto, una necesidad: la de compartir esa alegría en la calle. Porque la felicidad nunca es plena si no es colectiva. Lo sabemos y salimos hacia el Obelisco, hacia la plaza de nuestro barrio, hacia la avenida, hacia cualquier lugar donde hubiera gente cubierta por este tsunami de sensaciones que nos abraza y nos abrasa.

En su libro Muntu: Las culturas neoafricanas, el estudioso alemán Janheinz Jahn desarrolla un concepto filosófico proveniente de algunas comunidades africanas como la bantú o la yoruba, el “magara”: “aquella fuerza vital que se expresa  en el hombre vivo en su sentimiento de bienestar y felicidad y que aumenta en él gracias a la influencia de sus antepasados muertos”. El magara es algo propio de la comunidad y de los ancestros, no se puede renunciar a él. Aumenta o disminuye pero nunca se esfuma. Y lo más interesante: el magara, la energía que nos permite estar bien, solo puede aumentar con ritos sociales.

Los millones de personas que salieron el domingo y el martes estaban compartiendo el derecho a ser felices, algo que no puede faltar en nuestro pacto social. Fue reafirmar lo que ya sabemos: no somos una sociedad de mierda (aunque algunos hayan insistido en esa idea después de los festejos). Fue un rito, nuestra forma de dar las gracias a los que nos dieron la mayor alegría de los últimos tiempos.

¿Por qué no pensar que nosotros también tenemos un magara, un derecho a la felicidad y el bienestar?  A veces esa felicidad nace del triunfo de la política, en otros casos de un éxito deportivo. Pero siempre se apoya en esa energía que nos dan los muertos, los que pasaron antes. Quiero creer (al fin al cabo las creencias son eso: un deseo de creer) que con los once leones que defendieron los colores argentinos estaban también el Loco Houseman y Leopoldo Jacinto Luque marcándole el camino a Di María, José Luis Cuciuffo y el Tata Brown trabando abajo junto a Otamendi y el Cuti Romero. El Diego iluminando los pases de Messi. Y millones de padres, hijos, hermanos, amigos que no están con nosotros pero que alentaron a nuestro lado. Ellos alimentaron nuestro magara. Somos felices y a nadie le vamos a dejar que nos quiten este derecho. Esta vez no, no lo vamos a permitir. «». «